La división que estuvo acantonada en Moldavia, tras
sufrir las duras pruebas de la guerra, retornaba a los mismos aeródromos
de tres años antes. Bajo las alas de nuestros aparatos volvía a
extenderse el conocido relieve de cerros verdes, policromas hazas,
sinuosas carreteras blancas de polvo y densa red de pequeñas ciudades y
poblados. Pero no todos los que, combatiendo, se retiraron al principio
de la guerra, ni mucho menos, lograron ver este retorno ni sentir la
alegría del mismo.
El observar los combates aéreos desde tierra e
intervenir activamente en su curso era una función completamente nueva
para mí. Quien vuela también, no puede ejercer esa función de cualquier
manera, pues los combates lo absorben por completo. Era interesante y
útil, para organizar mejor las operaciones de la división, contemplar
combates como los que se mantenían allí.
Pasaron diez aviones escalonados en altura. Antes
de oír por radio: "Soy Eriomin. Voy de servicio", me di cuenta que eran
del 16 Regimiento de La Guardia. Se notaba enseguida nuestra manera de
volar. Siguiéndolos con la vista, comuniqué al que los mandaba que en el
aire reinaba la calma. Yo también había tenido muchas ocasiones de
escuchar semejante información mientras me acercaba a la línea del
frente, y me imaginé claramente a Pável Eriómin al oír mi voz, aguzando
aún más la vista para atisbar el firmamento, pues si en esos momentos no
había enemigos, había que esperarlos y descubrirlos a tiempo.
Me imaginé a mí mismo en la cabina del avión en el
lugar de Eriomin, dirigiéndome ya a todos los aviadores como si fueran
puntos míos: "Estad atentos. Los bombarderos suelen aparecer por el sur.
¡Observad!"
Desde lo alto, ellos vieron antes que yo los
aviones adversarios. Unos cuarenta Junkers venían en pequeñas
formaciones de seis u ocho aparatos. Por encima de ellos volaban
Messerschmitts y Focke-Wulfs. Eran también muchos, unos veinte.
Yo estaba atento a los nuestros y al enemigo. Se
aproximaban velozmente. Sostenía el micrófono, listo para soltar sin
demora una voz de mando al aire. ¡Comenzó el combate! En ese instante,
mis consejos sólo podían estorbar a Eriomin, pues él estaba concentrado,
en tensión los nervios y la mente. Pero obraba con acierto y precisión:
toda su escuadrilla tomaba altura, los cuatro aparatos de inmovilización
habían atacado ya a los cazas rivales de cobertura, y éstos ascendieron
más. ¡Venga, Eriomin, ha llegado el momento de atacar a los Junkers!
Tenía ganas de lanzar esta frase al éter. Pues el primer momento
propicio es el que lo decide todo. Pero, ¿acaso un verdadero jefe de
cazas puede permitir que se le escape? ¡Por nada del mundo! Eriomin se
lanzó contra el jefe de la formación de los Junkers. No vi el reguero de
la ráfaga de cañón, oí solamente el tableteo. Al aparato enemigo no le
dio tiempo de virar para esquivar el golpe ni de alejarse en pirado.
Estalló en el aire, lo mismo que el Junkers que yo ataqué en otra
ocasión encima de Bolshói Tokmak.
— ¡Magnífico, Eriomin! —exclamé sin poder
contener mi aprobación.
El combate: se desmembró en varios focos. Yo hube
de redoblar la atención. Contra la pareja de Eriomin se lanzaron cuatro
cazas rivales. Tenia que advertirle del peligro. Y él se puso a rodar
con ellos la rueda de virajes. Ese era un foco.
Por encima de éstos, combatían las dos parejas de
Stárchikov, que atacaban audazmente a los Messerschmitts en las
verticales. Al salir de los ataques, nuestros cazas descargaban su fuego
contra los Junkers. Cuando la puntería es buena y la velocidad mucha,
los golpes son demoledores por demás. Cayeron dos Junkers, dejando un
rastro de humo. Fue el producto de los esfuerzos de Stárchikov y
Torbéiev. Otra pareja más de cazas soviéticos se abrió paso a la densa
formación de los Junkers. Oí la voz de Stárchikov, que iba al tanto de
ella: "¡Zúmbales, Oníschenko! ¡Zúmbales Nikítin!". La orden fue cumplida
en el acto y dos Junkers más cayeron a tierra.
Y a mayor altura aún, otra pareja de cazas nuestros
seguía batiéndose con los Focke-Wulfs. A este combate es al que yo
prestaba mayor atención. Enterado por Eriomin de que mandaba la pareja
Ivashko, le dirigí palabras de aliento. El combate transcurría enérgico.
Era una gran madeja de aviones en movimiento ininterrumpido.
Comenzó a caer un caza incendiado. Lo miré con los
prismáticos. ¿De quién sería? Distinguí un instante las cruces... ¡Otro
más! ¡Bravo, muchachos! El adversario abandonó precipitadamente el
combate. Era ya más cómodo atacarle. Por tanto, algún rival más no
volvería a su aeródromo.
Hacia la línea del frente se aproximaba ya el
relevo de Eriomin.
— "Tigre", soy Klúbov, soy Klúbov.
Particípeme de la situación.
Su voz sonaba en los auriculares tan firme y
vigorosa que olvidé la distancia. Me llegó a parecer que el piloto
estaba a mi lado.
Le comuniqué la situación, comprendiendo que, de
camino a la zona de patrullaje, no lo veía todo, podía aconsejarle que
se internara en la retaguardia, ya que de allí venían las formaciones de
Junkers a intervalos reducidos.
Tomando altura, Klúbov condujo sus ocho aparatos
hacía el Prut. Se disiparon en la azul lejanía del firmamento. Yo no
tenía más noticia de ellos que las parcas frases de su jefe, unas veces
dirigidas a Trofímov, cuya pareja volaba más alto, y otras a Petujóv;
Klúbov mantenía a toda la escuadrilla de choque presta a operar.
Mientras no había qué observar, eché un pitillo. La
mención del apellino de Petujóv me hizo pensar en él y en su amigo
Kirílov. Habían abandonado, lo mismo que Olefirenko, su tranquila vida
en la retaguardia y acudido al Frente. Les habían ordenado regresar a
las proximidades de Bakú, pero ellos se quedaron en nuestro regimiento,
pese a comprender que por eso podían imponerles severo castigo. Peleaban
con coraje y destreza.
Pero no hubo tiempo para las meditaciones. La voz
de Klúbov, insistente y alarmada, exhortaba ya a los pilotos al ataque.
Distinguí confusamente en el horizonte multitud de aeroplanos que
volaban rumbo a Sculeni donde estaban emplazadas unas baterías nuestras
que cañoneaban constantemente las posiciones enemigas. Nosotros debíamos
cubrirlas desde el aire.
Los Junkers venían escalonados en varias
formaciones. Klúbov que tenía ventaja de altura, atacó impetuosamente a
los Junkers por la retaguardia. Deshizo la primera formación. Nuestros
cazas repitieron el ataque, y un Junkers se incendió. Otro adversario
averiado, un Focke-Wulf, viró para retirarse hacia su territorio.
El éxito y las atrevidas acciones de la escuadrilla
de Klúbov enconaron el combate. Los cazas rivales embestían con más y
más furia, el ovillo se iba apretando, y las ráfagas de las
ametralladoras y los cañones se oían con mayor frecuencia.
— Kárpov, ¡tírale! —gritó Klúbov.
Vi a uno de los nuestros dar un brusco viraje para
captar al contrincante en el visor. Por lo tanto, ése era Kárpov. Quise
alentarlo yo también, le insinué que no se precipitara, que se
aproximara más y le disparase a bocajarro. Yo me sentía peleando a su
lado. Me daba gozo ver cómo la escuadrilla toda se mantenía adherida a
su jefe; ni siquiera Trofímov, que volaba más alto, se alejaba mucho.
Klúbov los veía y daba oportunamente órdenes a todos. Su valentía, su
ingenio y su voluntad apretaban a toda la escuadrilla en un robusto
puño. Era fiel a sí mismo.
Precipitóse al suelo el Focke atacado por Kárpov.
Desde lo alto cayó otro, de seguro que abatido por Trofímov... Bien se
batían los aviadores de La Guardia; su compenetración era perfecta. Los
bombarderos enemigos se olvidaron por completo de Sculeni y arrojaron
las bombas al tuntún. El cielo se fue despejando de aviones. Los
nuestros emprendieron también el regreso. Yo podía darles las gracias
por el combate bien reñido.
En dos horas, dos batallas. Unos diez aviones
alemanes caídos en el sector de Yassy, Vulturi y Sculeni. Los dueños de
los espacios eran los cazas soviéticos. Lávochkines, Yaks, Cobras...
Tenía delante, cual inmensa pantalla, el firmamento donde se desplegaban
escenas heroicas, tenacísimos pugilatos. Y casi siempre con el mismo
desenlace: el enemigo sufría pérdidas y se retiraba primero.
Al marcharme de la estación de guiado, pensé que el
mando alemán tendría en cuenta los reveses y enviaría al aire
formaciones más nutridas aún. La batalla todavía no crepitaba con toda
la violencia. El contrincante no nos franquearía por las buenas las
"Puertas de Rumania".
Por la mañana, temprano, fui al aeródromo para
remontar el vuelo al 16 Regimiento. Junto a la chabola del Estado Mayor
vi al jefe del ejército aéreo, general S. Goriunov, que acababa de
aterrizar de visita. Había venido a conocer personalmente a los jefes de
los regimientos, al personal volante y a mí. Tuve que demorarme. En la
conversación que entablé con él sobre las acciones de guerra y los
hombres que las realizaban le recordé nuestra entrevista en la vaguada
de Chernígovka.
— En Chernígovka estuve, pero no me acuerdo
de haber hablado contigo.
Para más detalles, le recordé que me acerqué a su
Estado Mayor con un Mig a remolque.
— ¡Lo que son las cosas! ¿Aquél eras tú? Del
Mig sí que me acuerdo; pero de ti... perdona... —replicó el general,
soltando una risotada bonachona.
Salí a la calle de buena mañana, cuando la pequeña
ciudad de Bieltsi, próxima al Frente, se iba despertando. Cada casa de
las que habían quedado en pie, cada edificio en ruinas y cada árbol me
traían a la memoria otro mes de junio completamente distinto del que
veía en esta ocasión. Allí estaban las ruinas de la fábrica de maromas,
los muros pelados de la fábrica de harina, negras paredes por doquier...
Y al lado, las aceras descombradas y barridas ya, los árboles con la
tierra removida a sus pies y coloridas flores en los arriates. La vida
se imponía y relegaba a segundo plano las dentelladas de la guerra.
Lo primero que hice, como es natural fue ir a ver
la casa en que viví.
La puerta de la calle estaba cerrada con clavos.
Algunas ventanas aún seguían tapadas con chapa o con ladrillos. Si viera
a alguien, le podría preguntar... Me detuve en medio del patio,
abandonado y sucio, en espera de que saliese algún conocido de antes de
la guerra.
Se abrió la puerta de la casa contigua. Salió una
mujer joven. Me encaminé a ella. Cuanto más me acercaba, tanto más
parecido le encontraba con alguien. ¿Sería realmente alguna conocida?
La saludé. La reconocí por los ojos y por la voz. ¡Era
Flórika! Pero no me atreví a llamarla por el nombre. Le pregunté por el
dueño. Me respondió que lo habían fusilado, lo mismo que a otros muchos...
La casa donde nosotros vivimos antaño estaba ocupada provisionalmente
por una unidad militar.
Yo no tenía ya más preguntas que hacer. Pues no me
iba a interesar por los objetos que me dejé allí en tiempos...
Mientras estuve hablando con Flórika acudió
corriendo un rapazuelo y se asió de su vestido con una manita. Ella le
acarició el pelo rubio. Yo miré al pequeñuelo y, de pronto, recordé a
Mirónov. ¡Konstantín Mirónov!...
— ¿Es suyo?—la interrogué.
— Sí, mío.
Se me hizo un nudo en la garganta de pena por este
maravilloso chiquillo y por Flórika. Quise hablar al huerfanito y a su
mamá de Konstantín Mirónov y decirles dónde estaba enterrado. Más ¿para
que? Aun sin saberlo, era seguro que Flórika respondía a todos los
curiosos que su marido, el padre de la criatura, murió en el Frente. Y
era verdad. Yo esperé las preguntas de ella, aguardé que me reconociera.
Pero no, ni siquiera me escrutaba. Todos los militares, sobre todo los
que llevábamos hombreras de aviación, despertábamos tristes recuerdos en
su alma.
— Hasta la vista — dije a Flórika
— Hasta la vista—me respondió, sin llegar a
reconocerme, sin enterarse de que yo era un compañero de Konstantín
Mirónov.
Así estuve en la pequeña ciudad desde la que
comenzara para mí el largo y azaroso camino de la retirada. Allí oyeron
mis camaradas los primeros estampidos de las bombas alemanas.
Me di un paseo por la calle principal, viendo las
ruinas y pensando: cuántos daños y sufrimientos nos ha traído la fuerza
enemiga. Y no pude evitar que las manos se me cerraran solas y apreté
los puños. |