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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

RUTAS CONOCIDAS

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¡Hasta la vista, Kubán!

Sobrevolamos los campos rumorosos de mieses, el río sombreado por los sauces y las ciudades y pueblos que habían soportado una breve, pero dolorosa, ocupación.

Durante el vuelo me iban acudiendo todos los recuerdos relacionados con el Kubán. Allí habíamos desangrado en tenaces combates aéreos a las unidades selectas de aviación de los hitlerianos. Sobre la península de Taman habíanse hecho pilotos duchos nuestros jóvenes refuerzos Trofímov, Kétov, Klúbov, Sújov, Zhérdev, Gólubev... ¡Y a cuántos compañeros de pelea habíamos dejado para siempre en las tierras del Kubán!

El Kubán..., Allí había derribado yo veinte aeroplanos enemigos, pese a batirme todo el tiempo con el número trece, el de la "mala suerte". No cambié el endiablado número por otro de tres guarismos, hasta que recibí un aparato nuevo. En él volé con el número 100.

El Kubán... En Krasnodar, su capital, vi durante el proceso instruido a unos traidores al afamado escritor ruso Alexéi Tolstói. Entonces tuve una interesante conversación con él.

Le pregunté por qué los escritores soviéticos escribían tan poco de la aviación, de los pilotos que se batían en los frentes aéreos.

— Es verdad —otorgó Alexéi Tolstói—. Pero no lo hacen porque la aviación soviética no sea merecedora de relatos y novelas. La causa es sencillamente que nuestros escritores la conocen poco. Tomemos, por ejemplo, el combate aéreo. Incluso desde fuera ofrece un espectáculo sobrecogedor. Y, aparte de todo, es un ramillete de valentía, voluntad y destreza. Una obra de arte militar en su género. Hay que tener profundos conocimientos para describirlo. Por lo tanto, los otros escritores y yo tenemos que estudiar la profesión de ustedes antes de sentarnos a escribir.

El Kubán... Tú y esa entrevista con el gran escritor ruso quedaréis grabados para siempre en mi memoria. ¡Hasta la vista Kubán!

..En el horizonte se divisaron los típicos terrenos de las zonas mineras. Volábamos hacia un sector del Donbáss. Nuestras tropas de la península de Taman ya no necesitaban el apoyo de la aviación. Iban dando buena cuenta de la agrupación enemiga arrinconada en una minúscula cabeza de puente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aterrizamos. Cuando hube dejado el avión en el lugar de estacionamiento, me encaminé hacia el puesto de mando. Kráiev se demoraba en Popóvicheskaya, y yo, como segundo jefe que era, había de cuidarme del regimiento en la nueva base.

Soplaba un fuerte viento caliente que agostaba la lozana hierba.

Nuestros pilotos iban acudiendo por escuadrillas, tomaban tierra bien y rodaban los aparatos hacia los lugares de estacionamiento. Sólo uno erró el cálculo y aterrizó largo. El jefe de la plana mayor se subía de cuando en cuando a la techumbre de la chabola y examinaba el aeródromo como si fuera un campo de batalla.

Junto al puesto de mando habíanse reunido los aviadores preparados para remontar el vuelo. Pero aún no les habían comunicado la tarea. Nuestra división había pasado a la reserva del Alto Mando y nadie tenía prisa en meterla en fuego. Habían cambiado los tiempos.

Poco después, nuestro regimiento se trasladó más cerca del frente. Yo conocía bien el poblado cosaco al que llegamos, pues había estado en él un año antes por encargo del general Naúmenko a advertir a los de la defensa antiaérea que llegarían pronto unos Messerschmitts arrebatados al enemigo. El jefe local me recibió con suspicacia. Tras de examinar mis documentos, ordeno que me detuviesen hasta poner la cosa en claro. Permanecí medio día custodiado por un centinela. Me sacaron del aprieto los pilotos que trajeron los Messerschmitts. A pesar de todo, los artilleros no se atrevieron a abrir fuego contra ellos.

Ahora, las más de las veces mandaba la escuadrilla en misión de cobertura de la primera línea Alexander Klúbov. Sus puntos eran Olefirenko y Beriozkin, si bien es verdad que éstos aún no habían tenido ocasión de batirse con los Messers por el momento. El enemigo rehuía los encuentros con nuestros cazas. La batalla del arco de Kursk arreciaba por días. Nuestras tropas habían pasado allí a la ofensiva. Nosotros estábamos atentos a aquella gigantesca batalla. Al regresar de los vuelos, cada cual corría al puesto de mando a enterarse de qué había de nuevo "allí". Soñábamos con que nos enviaran a las proximidades de Orel y Biélgorod. Mas, a juzgar por las noticias de los periódicos, los aviadores de aquel frente se valían sin nosotros para descalabrar al enemigo.

El arco de Kursk se iba enderezando. El Ejército Soviético iba liberando una ciudad tras otra. El adversario comenzó a trasladar unidades suyas del Donbáss a Jarkov. Esperábamos que pasara también pronto a la ofensiva nuestro frente del Sur, mandado por el general-coronel Tolbujin.

Entretanto, hacíamos incursiones a los nudos ferroviarios de Jartsyzsk, Yasinovátaya y Makéievka, destruyendo trenes enemigos cargados de tanques, artillería y otro material de guerra.

Los cazas alemanes hacían cuanto podían por tener a raya a nuestros aviones de asalto y bombardeo. Recibimos la misión de bloquearles los aeródromos. Y la cumplimos.

Nuestro frente tampoco tardó en pasar a la ofensiva. Tras romper la defensa del enemigo, las fuerzas de tierra avanzaron, envolviendo a Taganrog. La tórrida estepa ucraniana gimió y se cubrió de humo. Los hitlerianos resistían tenazmente, aferrándose a cada posición ventajosa. En el aire se entablaban combates más sañudos cada día.

Nosotros avanzábamos por los conocidos caminos regados con lágrimas y sangre, recordando los nombres de los que dejamos sepultos junto al Dniéster, el Dniéper y el Bug. Liberaban las entrañables tierras ucranias, batallando hombro a hombro, soldados de todos los pueblos de nuestro país.

Nuestro regimiento recibió el encargo de cubrir las operaciones del cuerpo de ejército de caballería del general Kirichenko que, con los tanques y la artillería agregados, era introducido en la brecha abierta.

...Despegamos tres parejas. Era muy temprano. Nuestra estación de guiado aún callaba, pero nosotros elegimos especialmente aquella hora a sabiendas de que los hitlerianos bombardeaban nuestra primera línea con la mayor frecuencia al amanecer. Volábamos a la altura de cuatro mil metros. Pese a la neblina matinal, por los reflejos de luz en las alas divisé una escuadrilla de Junkers que volaba más bajo. Por allí cerca debían aparecer los Messers. Dejé la pareja de Andréi Trud para que inmovilizara a los cazas en el momento preciso y fui con las otras dos al ataque de los bombarderos.

Pero los bombarderos también nos habían visto y adoptaron el vuelo en rueda defensiva.

Con la velocidad que yo llevaba, no pude virar cuanto precisaba para tomar puntería y pasé de largo junto a un Junkers. Hube de sacar bruscamente el aparato del picado y frenar la velocidad con una "candela". Mi punto, Gólubev, debía seguirme. Yo lo vi sólo tomar altura, repitiendo mi maniobra, y en ese mismo instante ataqué, un Junkers había entrado en el retículo de mi visor. Tras la primera ráfaga se dio la vuelta y expuso la panza. Le disparé en el acto otra descarga de cañón y ametralladora. Incendiado, el bombardero alemán salió del círculo, cayendo a plomo.

—¡Cien, atízales a los bombarderos, que vienen refuerzos! —oí la voz de nuestra estación de guiado.

Cuando salí del ataque, vi unos aeroplanos por encima de mí. Al principio creí que eran los de refuerzo, pero cuando me aproximé a ellos comprendí que volaban a mi encuentro cuatro Messerschmitts.

El ataque frontal no dio resultado. Tras virar en redondo, quise atacar a los Messers por la cola. Miré abajo y vi que los Junkers, arrojando desordenadamente las bombas, se alejaban hacia el oeste. Entre ellos volaban, hostigándolos, Sújov y Zhérdev.

En esos momentos nos llegaron los refuerzos prometidos. Volaban en nuestra ayuda ocho Yaks, a los que confiamos la prosecución de la refriega. Que persiguieran ellos a los Junkers.

Nuestra escuadrilla había cumplido la misión. En tierra ardían ya cuatro aparatos enemigos.

—Voy a Kúibyshevo, voy a Kúibyshevo —oí la voz de Zhérdev.

Yo también tenía que tomar rumbo al lugar de reunión.

Regresamos al aeródromo cinco aparatos. Faltaba mi punto. Yo ni siquiera me di cuenta de cuándo y cómo lo habían abatido. Pero Sújov lo había visto todo. Contó que Gólubev acabó el ascenso a más altura que yo, cuando hice la "candela" después del infructuoso ataque. Al advertir mi punto que desde lo alto se abalanzaron contra mi dos Messers, se precipitó a interceptarlos para desbaratarles el ataque. Gólubev puso conscientemente su aparato delante del fuego de los cazas adversarios. Podía decirse que había cubierto con su pecho a su jefe.

Eso es lo que dijo Sújov. Pero lo que en realidad le había pasado a Gólubev, sólo él podría contarlo. Yo confiaba en que volviese.

Poco después regresó la escuadrilla de Rechkálov, que me había sustituido recientemente en el mando de la misma. Olefirenko salió sombrío de la cabina.

—¿Qué tal? —le interrogué.

Disgustado, Olefirenko aún no se había dado cuenta de que los pilotos se habían reunido delante. Sin dar, por olvido, las novedades del vuelo, se quitó de un tirón el audífono de la cabeza y lo tiró al suelo.

—¡Mal, camarada comandante de la Guardia! De mí ha salido un caza de mala muerte. La pura verdad es que tengo poca chicha.

—¿Qué ha pasado? Cuéntalo con tino.

—Pues de eso mismo se trata, de que no tengo ningún tino. Me acerqué sigiloso a un Focke, le disparé y le disparé, y él, que si quieres, siguió volando como si tal cosa.

—¡Ni siquiera dio las gracias! —agregó Rechkálov.

Los mozos se echaron a reír.

—¿Pero tú has comprendido por qué no lo has derribado?

—Porque no le he atinado.

—¿Y por qué no le has atinado?

Olefirenko permaneció callado, y los demás tampoco dijeron nada. Los aviadores estábamos acostumbrados á esos análisis sin apartarnos de los aeroplanos, aún calientes. Sabían que era precisamente después mismo del combate cuando se podían desentrañar todos sus pormenores, ver hasta los errores más insignificantes y hacer deducciones correctas. Aguardaban que yo emitiera un juicio objetivo de sus acciones.

—¿Desde qué distancia abriste fuego? —volví a interrogar a Olefirenko.

—Desde unos doscientos metros, como se manda.

Elegí un rodal llano en el suelo, recogí un palito y dibuje un croquis. Hubo un tiempo en que yo también cometía errores semejantes: abría fuego desde la distancia indicada en las viejas ordenanzas.

—Mira —le dije, señalando el croquis—, cómo se dispersa el haz de balas disparadas por la ametralladora. A la distancia de trescientos metros la dispersión es tanta que sólo algunas dan en la diana. Pero incluso éstas pierden la fuerza perforante. Pues tú acércate más al Messer y dispárale desde cien metros, por ejemplo, y entonces no arrojarás desesperado el audífono al suelo. Ahora bien, para acercarse tanto al enemigo, el piloto de caza ha de tener voluntad, aguante y un deseo incontenible de abatir al rival. ¿Entendido?

—¡Entendido, camarada comandante de la Guardia!

Vi que efectivamente, él había hecho las deducciones pertinentes de aquella charla.

—No te aflijas —lo animé—. Aún tenemos muchos combates por delante.

Me agradaba el afán de Olefirenko por aprender hasta el más nimio detalle las leyes del combate aéreo y llegar a ser un verdadero as. Por eso había renunciado a su tranquilo cargo de jefe de escuadrilla de avionetas Ut-2 y venido al frente como piloto de filas. Tenía familia, sus padres vivían, y quería regresar a su casa con buena fama de aguerrido piloto de caza.

Mediado el día, regresó de un vuelo de reconocimiento el teniente Tsvietkov, jefe de patrulla, sin su punto Viacheslav Beriozkin. Esta pareja había topado con un malhadado Focke-Wulf 189 por culpa del cual pereció en su tiempo Dania Nikitin. Cubrían al "marco" cuatro cazas Me-109. Tsvietkov inmovilizó, combatiendo, a los cuatro razas y ordenó a Beriozkin que derribase al corrector de tiro. El joven piloto atacó varias veces al "marco", pero sin resultado, pues éste daba bruscos virajes y se escabullía del fuego. Entonces Beriozkin lo embistió, embistiéndolo a gran velocidad y haciéndolo trizas en el aire. El propio Beriozkin había tenido tiempo de saltar del avión para descender en el paracaídas, pero eso había ocurrido encima de la primera línea. Enzarzado en el combate, Tsvietkov no pudo fijarse hacia dónde lo arrastraba el viento.

Todo el regimiento se condolía mucho de la pérdida del joven piloto. Todos comprendíamos por qué se había decidido a dar el espolonazo. No había derribado aún ningún aparato y, como era un muchacho valiente y honrado, le remordía la conciencia. Decidí, si volvía al regimiento, hablar con él de eso, recordarle que debía tener aguante y precaverlo contra las acciones arriesgadas sin necesidad.

Al caer la tarde, nos comunicaron desde la plana mayor de una unidad de tierra que el teniente Beriozkin estaba vivo. Lo habían recogido unos soldados de infantería en la primera línea, estaba herido y lo habían llevado a su enfermería.

Por consiguiente, le había ayudado el favorable vientecillo.

Aquel día, lleno de zozobras e inquietudes, nos consolamos algo, al enterarnos de los aciertos de nuestras fuerzas de tierra. Los jinetes del general Kirichenko le habían entrado ya al enemigo por la retaguardia y vuelto su ala izquierda hacia Budiónnovka y Mariúpol. El Estado Mayor de la división fijó en Budiónnovka la base siguiente de nuestro regimiento. Cuando lo oyó Leonti Pavlenko, nuestro jefe de personal, dibujó en el mapa, en torno al poblado, un círculo con lápiz rojo. Cuando le preguntaron para qué lo hacía, él explicó entusiasmado en ucraniano:

—Pues porque es el primer pueblo ucraniano en que estaremos mañana o pasado mañana. Yo me pondré de rodillas y me inclinaré ante mi tierra natal. Desde allí se verá ya Kíev. ¡Vive Dios que eso es así!

Antes de que oscureciera, hicimos aún varios vuelos de cobertura de nuestras fuerzas de tierra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al volver de un servicio, antes de anochecer, vi desde lo alto a gente aglomerada junto al puesto de mando. Me dio un vuelco el corazón. Eso significaba que había, retornado alguno de los perdidos. ¿Lo habría hecho por su propio pie o lo habrían traído?

Aterricé, dejé el avión en su sitio y fui a la chabola. Hacia allá se encaminaban también otros. Como si comprendiera mi emoción, del gentío salió corriendo y sonriente Gólubev. Luego salió también, vendado, Beriozkin.

¡Habían aparecido mis aguiluchos! Estreché fuertemente la mano a Gueorgui Gólubev y pasé un brazo por encima de los hombros de Beriozkin, que llevaba una mano vendada y en cabestrillo; con la otra se apoyaba en una muleta. Se acercó Sújov y, brillantes los negros ojos, dijo con vehemencia:

—Ocurrió todo tal y como yo le conté, camarada comandante. ¡Como le decía! Entonces, enfrascado en el ataque al Junkers, usted no vio lo que pasó.

Alto, aguileña la nariz Gólubev miraba sonriente a Sújov. Tenía unas ganas locas de contar él mismo todo lo que sucedió entonces, pero no se atrevía a hacerlo de puro modesto que era. Efectivamente, había colocado su aparato delante del fuego del Messerschmitt que me atacaba.

—Era la única salida —fue lo único que agregó Gólubev al relato de Sújov.

Por acciones heroicas como ésta se condecoraba a los combatientes y se escribía de ellos en los periódicos. Pero en plena ofensiva, cuando los pilotos de nuestro regimiento se distinguían todos los días por su valor y su inventiva y daban ejemplo de fidelidad al deber, nosotros honrábamos las más de las veces las buenas acciones con un brindis durante la cena. Y aunque Kráiev no nos reunía a la mesa, como solía hacer Ivanov, nos reuníamos nosotros mismos, obedeciendo la llamada del corazón, según la ley del compañerismo de guerra.

Aquel día nos reunimos toda nuestra familia alada: Rechkálov, Klúbov, Trud, Tabachenko. Sújov, Zhérdev, Kétov, Olefirenko. Trofímov, Beriozkin... Los quería a todos mucho. La mitad de ellos habían sido alumnos míos. Seguíamos siempre juntos, como antes, sin separarnos ni en el aire ni a la mesa. Hasta el avión mío seguía estacionado al lado de los de ellos. Este día todos estábamos de muy buen humor. ¡Cuántos acontecimientos agradables se juntaban en un mismo compás de fiesta: la pujante ofensiva de nuestras tropas. Que habían roto la defensa enemiga en el río Mius, la hazaña de Gólubev, el retorno de Beriozkin, el próximo traslado del regimiento a Budiónnovka, a orillas del mar de Azov...

Beriozkin, flaco y pálido, estaba sentado a un extremo de la mesa. Cuando alguien pasaba por delante, el alzaba los ojos cansados, mirándolo temeroso de que tropezara en su pie herido. Contó que lo habían tiroteado nuestros soldados, pues había venido a posarse delante de la primera línea, casi al lado de los fascistas de la tripulación del "marco". Yo miraba a Beriozkin y lo escuchaba, pensando: claro que el “taran” es una hazaña que puede realizarte sólo una persona fuerte de espíritu y fiel a la Patria. Pero, como suele decirse, estaba ya pasado de moda, y los aviadores no lo conceptuaban arma principal. Podíase recurrir a él sólo en casos extremos, cuando no había otra salida ni quedaba otro medio de abatir al adversario. Pero Beriozkin debió de tener la posibilidad de repetir el ataque.

—Dime, ¿por qué lo embestiste? —le interrogué.

—Pero si no quería embestirle, simplemente choqué con él —respondió, sonrojándose visiblemente.

Todos se echaron a reír.

—¿Cómo así? —pregunté extrañado.

— Así resultó, camarada jefe. Es una pena que perdiera el avión.

—Ya se encontrará otro. Menos mal que salvaste.

El exhaló un suspiro.

—Hala, cuéntanos cómo ocurrió todo.

—Yo atacaba al "marco" desde encima. Creí que él viraría presto a un lado, y en ese momento yo lo acribillaría. Pero el tirador enemigo tuvo tiempo de dispararme una ráfaga. Probablemente yo me desconcertara al sentir el escozor de la pierna y no me dio tiempo de desviarme. Luego sentí un golpe, oí el estrépito del encontronazo y apenas si pude saltar... La herida no es nada. Me pasaré unos días en la enfermería del regimiento hasta que suelde el hueso.

—No, Beriozkin —objeté—, el tratamiento hay que tomarlo en serio. Si quieres volver a empuñar la palanca de mando tienes que internarte en un hospital. Mañana mismo te enviaremos en un aeroplano.

—¿Y me readmitirá luego? Quiero volver sólo a este regimiento.

 —¿Para qué hablar de eso antes de tiempo? Cuando te cures decidiremos. Ahora, a descansar.

A la mañana siguiente mandamos a Beriozkin al hospital en aeroplano. El regimiento comenzó los preparativos para trasladarse a Budiónnovka.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llegamos a ese poblado ucraniano poco antes de comenzar el año escolar. Nos alojaron en la escuela.

—No debemos quedarnos aquí mucho tiempo—dijo la primera tarde uno de los pilotos—. Los chiquillos tienen que estudiar.

—No somos nosotros quienes reconquistamos los aeródromos —oí replicar.

—Pero si nosotros cubrimos bien a quienes lo hacen, su avance será más rápido aún.

El saber que todo, la victoria en aras de la felicidad de la gente e incluso los estudios de los escolares, dependía de ellos, decuplicaba las fuerzas de los aviadores. Volaban mucho, se batían con coraje y destreza.

Un día estuvimos preocupadísimos por Klúbov. Anochecía, había caducado ya el plazo en que podía sostenerse en el aire, y él seguía sin volver del servicio de reconocimiento. A la pregunta que yo le hice por radio, respondió con una palabra: "Peleo". Luego no se le oyó más. Creí que le habría ocurrido algo.

Al fin apareció su aparato, que esperábamos con tanta impaciencia. Su conducía era un tanto extraña: tan pronto bajaba el morro como trepaba bruscamente. Estaba todo claro: traía averiada la dirección, y sólo la voluntad y la maestría del piloto sostenían él aparato en el aire.

Ordené por radio a Klúbov que abandonase el avión. Pero él no me oyó. Su emisora y receptor no funcionaban.

Cuando el caza comenzó el aterrizaje, daba miedo de mirarlo. Sus picadas eran tan súbitas que dijérase acabaría estrellándose de un momento a otro. Pero Klúbov sujetó el aparato y lo posó magistralmente sobre la panza.

Todos los que estábamos en el aeródromo corrimos en ayuda del piloto. Y él salió tan campante de la cabina, dio con calma una vuelta en torno del aparato, acribillado, y, echándose hacia la nuca el casco de vuelo, dijo pensativo:

—¡Te has portado bien en la refriega, amiguito!

Luego se volvió hacía mí para darme las novedades con voz pausada:

—La misión ha sido cumplida.

En esos momentos, cuando todos los pilotos lo miraban absortos y extrañados él, por pura modestia, no mencionó siquiera que en el desafío contra seis Messerschmitts había derribado a dos.

...En el puñado de tierra de la península de Taman, removido por las bombas y los proyectiles aún se combatía, y nuestros marinos, seguros de que la infantería acabaría sin su ayuda con los fascistas que allí quedaban, abandonaron el territorio del Kubán y desembarcaron al oeste de Mariúpol. Los cazas de nuestro regimiento cubrían a los marinos desde el aire.

Los servicios de asalto nos producían ahora suma satisfacción. Igual que al comienzo de la guerra, veíamos en las carreteras, al oeste de Mariúpol, interminables torrentes de hombres y material de guerra. Pero no avanzaban hacia el este, sino que se retiraban hacia el oeste. No eran ya nuestros indefensos evacuados los que se evadían, para salvarse, de los fascistas armados hasta los dientes, sino los cacareados guerreros hitlerianos quienes huían, presos de pánico, para eludir el castigo. ¡Cómo no iba uno alegrarse de este cambió!

Nosotros nos adentrábamos mucho en el mar, virábamos sobre él y atacábamos a las columnas enemigas desde el oeste. Al principio, los alemanes nos tomaban por aviones suyos. Pero cuando les llovían bombas y granizadas de balas y proyectiles, ellos corrían a la desbandada hacia el primer pueblo que estaba a "su" retaguardia; pero no tenían donde meterse, pues el camino estaba interceptado por cisternas de gasolina en llamas, detrás de las cuales ardían también más camiones. Les dábamos una pasada tras otra y los exterminábamos sin piedad en la carretera y en el campo raso. ¡Qué piedad podían inspirarnos los verdugos que no se habían compadecido de nuestras mujeres y nuestros hijos!

Por este tiempo solíamos despegar de un aeródromo y aterrizar ya en otro, El día que refiero ahora tomamos tierra en M. Yo sobrevolé aquella ciudad sombría, creyérase que cubierta de ceniza, y me horroricé. Como si un terremoto hubiera sacudido la tierra bajo sus cimientos, habíanse venido abajo todas sus fábricas, altos hornos y casas de vivienda.

El personal de nuestro regimiento se alojó en las casitas de las afueras que habían quedado en pie.

Se corrió de boca en boca, como una leyenda, un caso ocurrido en el ferrocarril poco antes de la retirada de los alemanes. Al abandonar la ciudad, los fascistas decidieron llevarse a Alemania a todos los habitantes útiles para el trabajo, principalmente a las mozas jóvenes que habían quedado. Cuando el tren salió de la estación, aparecieron de pronto en lo alto varios aviones con estrellas rojas en las alas. Creyérase que los aviadores soviéticos sintieran qué tren era aquél. Dispararon contra la locomotora, destruyéndola, y no contra los vagones. El tren se detuvo, la escolta alemana huyó. Así salvaron los aviadores a varios centenares de habitantes.

Nosotros teníamos doble razón para enorgullecemos de los héroes de esta leyenda verídica. Pues habían sido pilotos de nuestro regimiento. Fue Ivan Babak quien destruyó la locomotora que llevaba a los soviéticos al cautiverio fascista.

La dueña de la casa en que nos alojábamos Gólubev y yo nos contó la proeza del célebre fundidor ucraniano Makar Mazái. Los alemanes intentaron obligarle a fundir acero para la Alemania fascista. Pero él se negó rotundamente a servir a los invasores, y éstos lo fusilaron.

Durante todos aquellos días yo sustituí a Kráiev, que había enfermado. Como es natural, aumentaron mis preocupaciones y quebraderos de cabeza.

Un día se me acercó en el aeródromo el ingeniero armero, capitán Zhmud.

— ¿Da usted su permiso para un asunto privado? —dirigióse a mi.

Pálido y demacrado, tenía la cara descompuesta. Adiviné qué me quería pedir. El día anterior nuestras tropas habían liberado a Nogaisk, la ciudad en que antes de la guerra residían sus padres, su esposa y sus hijos.

No podía esperar ninguna noticia halagüeña. En Taganrog, en Zhdánov y Osípenko los alemanes habían exterminado a todos los hebreos. Y Nogaisk se hallaba en la misma carretera principal.

— Qué quieres que te diga, amigo —dije al ingeniero—, si ha ocurrido la desgracia que nos tememos, ya no tiene arreglo. Saca fuerzas. Toma un coche y ve.

Se mareó, abrumado por el dolor. El corazón se me oprimía.

Recordé también a los pilotos de nuestro regimiento que habían sido abatidos sobre el territorio ocupado. ¿Dónde estarían? ¿Qué les habría ocurrido? Tenía que ponerme sin falta en comunicación con los vecinos de los pueblos sobre los que perdiéramos los aeroplanos. Quizás supieran algo de la suerte que hubieran corrido nuestros compañeros de brega. Las madres y esposas de los caídos nos escribían al regimiento. ¿Y qué íbamos a responderles nosotros?

 

 

 

 

 

 
     
 

 
     
 

Las tropas soviéticas se iban aproximando al río Molóchnaya, donde el adversario preparaba febrilmente la defensa. Debíamos explorar desde el aire si traía refuerzos de Crimea y dónde tenía los aeródromos en aquella zona.

La misión estaba clara, y las rutas eran conocidas. Dos años antes yo no sólo había sobrevolado aquellos parajes, sino recorrido también sus caminos en camioneta con mi averiado Mig a remolque.

Tras de volar por encima de Crimea, tomamos rumbo a Melitópol, punto de apoyo de la defensa enemiga en este sector. Advertimos mucho movimiento de tropas alemanas en dirección norte, hacia el río Molóchnaya.

La reserva de combustible nos permitió reconocer asimismo la zona del oeste de Melitópol. Allí descubrimos varios campos con aviones.

El Estado Mayor de la división elogió mucho nuestro servicio y ordenó que enviásemos de reconocimiento a otra pareja más para tener bajo vigilancia las carreteras procedentes de Crimea.

Kráiev mandó llamar a Rechkálov, con quien sostuvo el siguiente diálogo:

—¿Tienes depósitos lanzables?

—No.

—¿Dónde están?

—Los tiré en Popóvicheskaya, como los demás.

—Entonces pídeselos a Pokryshkin. Irás con tu punto de reconocimiento a Crimea.

Durante esta conversación, yo estaba sentado en un rincón del puesto de mando y escribía el parte.

—Por culpa de esos depósitos de Pokryshkin he de volar al mismo infierno. ¿Para qué los llevará a todas partes? —expresóse Rechkálov con la máxima franqueza.

No pude contenerme, me acerqué a la mesa del jefe y dije:

—¡Está bien! Iré yo otra vez de reconocimiento con Gólubev. Pero acuérdate bien, Rechkálov. Cuando los nuestros dejen cortada a Crimea, yo interceptaré con esos depósitos a los Junkers, alejándome mucho sobre el mar. Entonces tampoco me los pidas a mí.

Rechkálov se quedó de una pieza. Farfulló algo en justificación suya, pero no entendí sus palabras.

Tras de precisar la tarea, Gólubev y yo nos encaminamos a nuestros aparatos, que aún estaban calientes.

Por la tarde, cuando volvimos del servicio, vi al ingeniero Zhmud rodeado de gente del regimiento. Les estaba contando su viaje a Nogaisk. Tenía la voz apagada, quebrada, y los ojos enrojecidos. Creyérase que en un día había envejecido varios años.

—¿Los fusilaron a todos? —oí preguntar a una voz indignada.

Se abrió una pausa.

—Todos están enterrados en la misma fosa: mi esposa, mis padres y mis hijos... con todos los demás.

—¡Qué canallas!

Zhmud se echó a llorar. Dijérase que el abrumador silencio le doblaba a uno las espaldas. Todos se quedaron de piedra, igual que si vieran delante una fosa llena de cadáveres ensangrentados.

El relato del ingeniero Zhmud me recordó una espantosa escena que habíamos visto recientemente. Nos trasladábamos a otro aeródromo. Al rodar para retirarse del campo, un avión hundió las ruedas, en un hoyo que había junto a una arboleda nueva. Cuando lo sacaron, descubrimos en el hoyo cadáveres tapados con tierra. Para aclarar de quiénes eran y por qué estaban allí, llamamos a varios vecinos del lugar. No tardó en acudir toda la población de la aldea contigua. Comenzaron a excavar. En una honda zanja había varios centenares de cadáveres, eran de rusos, ucranianos, hebreos, tártaros... en suma, de gente de las naciones más diversas. Los habitantes del lugar recordaron que poco antes de que llegara nuestro ejército, los alemanes habían pasado por su pueblo con un grupo numeroso de prisioneros soviéticos. Todos creyeron que los llevaban a trabajar al aeródromo. Oyeron también tiros. Pero en el aeródromo se disparaba a menudo. De suerte que nadie sabía que los fascistas habían fusilado a todos aquellos prisioneros.

Entonces nosotros enterramos con honores a nuestros hermanos perecidos, pusimos en su tumba un obelisco con estrella roja y juramos vengar su muerte en el adversario. Con la tragedia de nuestro ingeniero, ese odio vivo a los fascistas volvió a enardecer con redoblada fuerza nuestros corazones.

Me acerqué a él y le dije con sencillez, de hombre a hombre:

— No llores. Con lágrimas no se arregla nada. Hay que atacarles con más fuerza y más rabia. Te prometo derribar mañana mismo, en venganza por tu familia, varios aviones alemanes.

 El ingeniero alzó la cara llorosa, me miró y me tendió la mano en silencio. Yo estreché con fuerza aquella mano laboriosa que sabía ajustar con tanta maña nuestras ametralladoras, nuestros cañones y nuestros instrumentos de navegación...

Por la mañana Gólubev y yo salimos en servicio de "caza libre" Retornamos ligeros de peso, pues gastamos casi todas las municiones ametrallando camiones enemigos en las carreteras. De pronto se transmitió desde el puesto de mando de la división: “Al norte de Bolshói Tokmak vuelan bombarderos enemigos. ¡Atacadlos!”

Nos precipitamos allá. De la primera embestida incendie un Junkers. Pero no me dio tiempo de atacar por segunda vez, pues contra nosotros se abalanzaron seis Messerschmitts. Inmovilizados por el combate, no pudimos impedir que los bombarderos enemigos arrojaran su carga sobre nuestras tropas. Retornamos al aeródromo disgustados con nosotros mismos.

Me consolaba únicamente el haber advertido que los Junkers volaban hacia Bolshói Tokmak desde el noroeste. Por lo tanto, habían despegado de aeródromos situados cerca de Kirovogrado. Y si eso era así, había que salirles al encuentro por el oeste, cerca del Dniéper, para interceptarlos en los accesos lejanos al objetivo.

A eso del mediodía conduje a Bolshói Tokmak mis probadas dos parejas. A mí me cubría, como antes, Gólubev: la segunda pareja iba compuesta por Zhérdev y Sújov. Formábamos una patrulla magníficamente compenetrada.

Cruzamos la línea del frente a gran altura y nos dirigimos, descendiendo, hacia Níkopol. Adopté este plan por mi cuenta y riesgo. Justamente el día anterior el jefe de la división, Dzúsov, había estado en nuestro regimiento y nos había echado una buena reprimenda por cubrir mal a la caballería.

—La cubrimos como se ordenó, camarada jefe—procuré parar la inmerecida acusación.

—Maldito el provecho que da esa cobertura — indignábase Dzúsov— O vais danzando por ahí de manera que; ni se os ve ni se os oye o rodáis la rueda con los Messerschmitts. Y mientras tanto, los Junkers bombardean a sus anchas.

Objeté de nuevo:

— Y aunque nuestros motores “bordoneen” por encima de las cabezas de los caballistas, ni siquiera con nuestros cuerpos podremos detener las bombas que caigan. A los bombarderos hay que cazarlos sobre la ruta, como hacíamos en el Kubán. Y para eso se nos tiene que mandar en patrullas de cuatro y no en parejas.

Efectivamente, en el Kubán aprendimos bien, a salir al paso a los bombarderos enemigos en los accesos al frente. Y ahora de nuevo nos hacía volver alguien a los métodos viejos.

Mientras volábamos hacia el Dniéper, recordé no sólo la conversación del día anterior con el jefe de la división, sino también las duras jornadas del año cuarenta y uno. Entonces cubríamos asimismo a nuestras tropas con parejas y "bordoneábamos". Los combates con los Messerschmitts eran siempre desiguales y rara vez acababan a favor nuestro. Pero entonces nosotros teníamos pocos aviones. ¿Y ahora?

Los Junkers no nos defraudaron. Tal y como yo había calculado, aparecieron por la parte de Níkopol. Venían muy altos, pero sin cobertura. Por lo visto, confiaban en que su escuadrilla, que ya debía estar encima de nuestra primera línea les despejara el aire.

Logramos tomar altura hasta Bolshói Tokmak y nos vimos por encima de los Junkers. Aproximándonos velozmente a ellos, lancé al éter:

—¡Más juntos! Ataco al jefe.

A nuestro encuentro venía una inmensidad de bombarderos. En los últimos instantes, a punto ya de abrir el fuego, no sé por qué me pareció ver estrellas y no cruces en sus alas. Grité:

—¡Son nuestros! ¡No disparéis!

Y los Junkers, con las cruces descoloridas del sol en las alas, pasaron como exhalaciones por debajo de nosotros. Me dolió el haber cometido un error tan burdo por exceso de precaución.

Dí bruscamente la vuelta sobre el ala y me vi en lo más denso de la formación de los bombarderos. Capté al jefe en el visor y le disparé una corta ráfaga de todas las ametralladoras y el cañón.

Delante de mí se formó al instante una enorme bola de fuego. La explosión se tragó al Junkers. A mi encuentro avanzó un muro de llamas. Por mi lado pasó volando un fragmento inmenso del aparato.

Llevado de la inercia, mi avión cruzó las llamas, se estremeció fuertemente, algo golpeó en el fuselaje y por fin, el fuego quedo atrás. Miré. A mi izquierda y a mi derecha volaban bombarderos. Uno de ellos ardía, probablemente alcanzado por la explosión del vecino.

Apunté al extremo de mi derecha y disparé una ráfaga. Del ala del Junkers salió un chorro de humo. El bombardero viro bruscamente, entró en picado y emprendió la retirada. Lo alcancé y. de otra ráfaga contra el motor izquierdo, acabé con él.

Luego di una trepada. A mi derecha caía un Junkers abatido por la pareja de Zhérdev. Y algo por encima del bombardero pendían del firmamento en paracaídas los tripulantes del aeroplano derribado.

“¡Acuérdate de Ostrovski!”, me apuntó la memoria. Sí, de él, a quien yo quería como si fuera un hijo, que también descendía, como ellos, en paracaídas. Y los fascistas lo ametrallaron implacablemente en el aire. No pude contener mi rabia y oprimí el gatillo...

Salimos del combate cuando se nos acababa el combustible. Aterrizamos en el aeródromo más cercano. Regresamos a nuestra base al caer la tarde. En el lugar de estacionamiento me aguardaba el capitán ingeniero Zhmud.

— Me ha tenido usted muy preocupado, camarada comandante de la Guardia —me dijo mientras me ayudaba a soltarme los atalajes del paracaídas— Hizo esa promesa delante de todos, y podía haber ocurrido...

— No ha ocurrido nada. Claro que a veces resulta difícil cumplir el juramento hecho a un compañero. Y muchas gracias por las ametralladoras y el cañón: han funcionario a pedir de boca. He derribado los tres Junkers que le prometí.

Al revisar mi aparato, vimos en las alas y en el capó salpicaduras de aceite, hollín y numerosos impactos. También lo había alcanzado el fuego enemigo.

 
     
 

 
     
 

Había comenzado el otoño de Ucrania. Cuando nos remontábamos, veíamos amarillear los inabarcables campos. Las mieses habían sido recogidas ya. En aquellos campos empezaba a imperar de nuevo el trabajo. Y a lo lejos, encima del Dniéper, el horizonte seguía cubierto de nubes de humo: ardía Zaporozhie. Allí la guerra causaba estragos.

Nuestro regimiento se trasladaba a Rózovka y había recibido un breve descanso. Pero qué descanso podía ser aquél si era interrumpido a cada momento por la señal de alarma, por el ruido de motores y por los combates en el aire...

A los aviadores, lo que más nos sacaba de quicio eran los vuelos diarios de los aviones de reconocimiento lejano del enemigo que pasaban por encima de nuestro aeródromo. Solían aparecer siempre al mismo tiempo y a gran altura.

La vida en el aeródromo se detenía instantáneamente. Y aunque nuestros aviones no estaban mal enmascarados, el adversario podía descubrirlos por algún indicio y descargarles encima las bombas.

Tras recapacitar, decidí tenderles una emboscada en el aire. Mi plan se reducía a esperar a los exploradores rivales lejos de nuestro aeródromo, en plena ruta, aprovechando la pedantesca puntualidad alemana, mejor dicho, lo rutinario y estereotipado de su táctica. El jefe aprobó mi proyecto.

Una mañana, a la hora estrictamente fijada, Gólubev y yo nos elevamos. Tras tomar altura, comenzamos a sobrevolar la línea del frente, vigilando la zona donde solían transitar los aviones del reconocimiento enemigos.

La espera no fue larga. Poco después apareció en el firmamento el bimotor alemán que conocíamos. Volaba poco más o menos a la altura de siete mil metros, Cuando cruzó la línea del frente y empezó a profundizar en nuestro territorio, nosotros persuadidos de que no nos veía, viramos raudos rumbo al este y fuimos a darle alcance. Lo alcanzamos encima de Rózovka.

Al advertir que los perseguían nuestros cazas, los alemanes comprendieron que habían caído en una celada, comenzaron a retirarse, desviándose en descenso con la esperanza de dejarnos atrás. Mas ya era tarde. Tras nuestro primer ataque. El aparato enemigo de reconocimiento se inflamó, y tras un segundo quedó hecho trizas. Desde aquel día dejaron de runrunear los motores de los aviones de reconocimiento adversarios sobre Rózovka.

En octubre de 1943 se entablaron con redoblada violencia los combates en la zona de Melitópol. Eran sañudos sobre todo en el flanco derecho del frente, cerca de Bolshói Tokmak. Por entonces nuestro regimiento cambió de base varias veces, pues tan pronto apoyaba a las tropas atacantes a Melitópol como cubría las formaciones de combate de nuestros viejos amigos de la caballería, que avanzaban hacia la estación de Prishib. Rechkálov y Klúbov llevaban sus escuadrillas al asalto de las tropas enemigas, en tanto que Gólubev y yo volábamos las más de las veces "de caza libre".

Durante uno de tantos traslados a otro aeródromo, el jefe del regimiento, que iba en una UT-2 con el ingeniero Kopylov, sufrió un accidente al aterrizar. Cuando yo llegué, Kráiev ya no estaba: se lo habían llevado al hospital. Kopylov volvió a salvarse con ligeros rasguños. Digo que volvió porque ya lo sacamos en otra ocasión de entre los restos de un Mig. Entonces pereció nuestro piloto Suprún.

—Veo que has tenido suerte otra vez —le dije en tono amistoso a Kopylov.

—De seguro que es la última —respondió sombrío el ingeniero—. No montaré más en ningún avión.

Al oír a Kopylov contar cómo la avioneta UT-2 dio con las ruedas en el suelo y capotó, durante el aterrizaje, pensé en Kráiev. Como se había retirado él mismo del cumplimiento de los servicios de guerra, dejó totalmente de sentir el avión y perdió los hábitos de vuelo. Y se decía qué antes no había volado mal. Efectivamente, Kráiev ya no era piloto. En el fondo, tampoco conocía la guerra, ni sus tenaces combates, ni sus peligros, ni su sangre. ¿Y cómo podía una persona como él dirigir las operaciones bélicas del regimiento?

No tardó en acudir Dzúsov al lugar del accidente. Al oír las novedades que le di sobre lo sucedido y enterarse de que las heridas de Kráiev eran leves, pareció tranquilizarse.

—Qué, ¿no estás enfadado conmigo por la conversación que tuvimos en torno de la cobertura? —me interrogó el jefe de la división.

—Camarada coronel, con los jefes no debe uno enfadarse... Al menos en voz alta.

—Eso es verdad —repuso sonriente—. Pues por el último combate, los de la caballería os dan las gracias de todo corazón. Y yo también os elogio. ¡Os habéis portado bien! Buena paliza les atizasteis a los Junkers.

De pronto se quedó pensativo, permaneció un rato callado y prosiguió:

—De manera que Kráiev está en el hospital. Y, por lo visto, para bastante tiempo. Bueno pues, hazte cargo del regimiento y manda.

Al conocer la orden del jefe de la división, los pilotos fueron acudiendo a la chabola de la plana mayor. Me complacía el que cada cual procurase expresarme con su fuerte apretón de manos o sencillas palabras su deseo sincero de apoyarme en todo. En aquellos momentos yo me daba perfectísima cuenta de las inmensas obligaciones que el nuevo cargo me imponía, aunque fuera temporalmente.

Más no quedaba tiempo para meditar. Había que enviar inmediatamente de servicio una escuadrilla a la zona de Melitópol.

 
     

 

Realizado por HR_Irazov

Revisado por FAE_Cazador

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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