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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

EL INVIERNO DE LAS GRANDES ESPERANZAS

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El invierno se nos echó encima con sus heladas y nevascas. Creyérase que haría meter en lugares abrigados a todo lo vivo. Mas justamente en aquel crudo invierno de mil novecientos cuarenta y uno el Ejército Soviético llevó a cabo su proeza sin par. La derrota de los alemanes en las inmediaciones de Moscú nos infundió nuevas fuerzas y reforzó nuestra fe en la victoria sobre los invasores hitlerianos.

En vísperas de Año Nuevo se citó a un numeroso grupo de aviadores nuestros al Estado Mayor de la división. Matvéiev, que nos acompañaba, me susurró al oído:

               Vete horadando la guerrera.

Nosotros habíamos leído ya la orden del mando sobre nuestra condecoración. Esperábamos la llamada Figuichov, Kriúkov, Sereda y yo.

Al recibir la condecoración de manos del jefe de la división, no pudimos menos de recordar a los que no habían vivido hasta este día de júbilo. ¡Cuánto nos habríamos alegrado de ver entre nosotros a Mirónov, Sokolov, Diachenko, Nazárov y Atrashkévich!

 

 

 

 

 

 
 

A. Pokryshkin en un avión de combate (1943)

 
     

 

 

 

 

 

 

Se avecinaba la fiesta de Año Nuevo.

En el regimiento y en la división se sacaba la cuenta de los servicios de guerra cumplidos y los aviones enemigos derribados por cada cual.

En la tarde anterior a la fiesta del Año Nuevo entró en nuestra chabola el ayudante del jefe de la escuadrilla.

—       ¿Sabe lo que pasa? —me dijo, llamándome aparte.

—       ¿A qué se refiere; concretamente?

—       Usted es el que ha hecho más servicios de guerra y el que ha derribado más aviones, pero, no sé por qué, el primer puesto se lo han concedido al capitán Figuichov.

—       Me parece muy bien.

—       ¿Qué puede haber ahí de bien?... —repuso confuso el ayudante—. El ha hecho menos...

—       En unos aspectos habrá hecho menos, pero en otros más. El ha derribado más aviones.

—       No, hombre —replicó el ayudante, acalorado—. Aquí lo tengo todo apuntado... —y comenzó a desplegar sus papeles—. Me preocupo por usted, por su honor.

—       Muchas gracias —le dije sin poderme contener—. De mi honor ya me preocuparé yo, y no aquí, sino en los vuelos. En cuanto a Figuichov, he de decirle que se tiene merecida la palma. Hoy le viene muy a propósito el premio.

—       Es verdad —concluyo el ayudante, exhalando un suspiro y haciendo el saludo militar, salió de la chabola.

A pesar de todo, lo que me dijo me picó. Sin atreverse a dejarme sin condecoración, en la división decidieron, no obstante, mermar mis resultados al hacer el resumen de la emulación. Bueno, que lo cargaran sobre su conciencia. Yo tenía que estar por encima de los enojos mezquinos.

Yo, claro está, me alegraba en mí fuero interno por Valentín Figuichov. No se podía pensar mejor regalo de bodas para él. Valentina y Valentín habían hecho ya efectivo su matrimonio en el registro civil local. Eso significaba que no hay nada que pueda detener la vida. El amor no se aplaca ni siquiera cuando atruenan los cañones. Lo único que preocupaba era que todo les saliera como es debido, sin falsedad ni engaño. Pues por Valentina suspiraba más de un buen mozo.

Por la noche, cuando todos los aviadores del regimiento nos reunimos a cenar en el comedor, el comandante Ivanov nos felicitó con motivo de la fiesta, nos deseó éxitos militares en el año entrante y luego pronunció un brindis bueno y cordial por la nueva familia que se había formado en el frente. Al levantar los vasos de vino, algunos sabíamos que la ceremonia nupcial no acabaría en eso.

Después de la cena, Figuichov invitó a sus amigos a su casa. La boda transcurrió como lo permitían las condiciones del frente. Los invitados acudimos sin regalos. La mesa no estuvo presidida por salvas de botellas de champaña. Los únicos manjares fueron unos ravioles siberianos con vinagre. Y aun así, reinó la alegría y nos sentimos en un acogedor ambiente hogareño. Brindamos por la felicidad de los recién casados, por los aciertos militares en el año entrante y entonamos canciones al compás de un acordeón. Los aviadores invitados, siguiendo la tradición rusa, gritamos a menudo la palabra "amargo" para que los novios se besaran en público...

Nos retiramos ya de madrugada.

—       No tengas prisa —me dijo Figuichov—. De todas las maneras, mañana seré yo, y no tú quien dé apertura al Año Nuevo.

Los demás se echaron a reír; llovieron las exclamaciones.

—       Valentín, no vale la pena que comiences la luna de miel por los vuelos.

—       Los recién casados deben tener un viaje de bodas más seguro.

Por la mañana llamaron a mi patrulla al puesto de mando, Figuichov aún no había acudido al aeródromo. Recordé la conversación de la noche pasada...

Hacía un frío terrible con baja neblina, y había que emprender el vuelo inmediatamente. A los motores fríos les costaba arrancar y cuando lo hacían, rateaban. Rodé con mi Mig al área de despegue. El motor seguía "estornudando" y no tiraba a grandes revoluciones. Detrás de mi estaban los aparatos de Lukashévich y Karpóvich. El tiempo transcurría, ya era hora de despegar, y el motor seguía rateando. Me apeé y me encaminé, con el paracaídas puesto, hacia el avión de Lukashévich. El salió de la cabina y me cedió su aparato.

 Despegué, tomé altura y di un viraje. ¿Dónde estaba Karpóvich? En el aire no. Un aeroplano rodaba por el aeródromo. De seguro que también le había fallado el motor, y Karpóvich decidió volverse. El mío soltaba asimismo algún que otro estornudo. ¿Qué hacer? ¿Volver yo también? ¿Pero acaso podíamos empezar así el Ano Nuevo? No. Y fui solo a cumplir el servicio.

Abajo, hasta donde alcanzaba la vista, no había más que campos nevados. El horizonte estaba cubierto del vaho de la helada. Lo único que se veía bien eran los poblados, el ferrocarril y las negras fábricas, que habían dejado de funcionar, de la cuenca del Don. Y yo tenía que hallar concentraciones de tanques, camiones y columnas de tropas del enemigo.

Descendí para distinguir mejor los poblados: el frío había metido en las casas a todos los seres vivientes. Donde se veía humo, había gente.

La cabina del aparato en que yo volaba era abierta: habíamos renunciado ya en verano a los fanales. Pero me bastaba el calor que me llegaba del radiador. Sólo el motor me inquietaba de vez en cuando con su rateo. Cada estornudo suyo repercutía en mi corazón.

En tierra no se divisaba nada de interés. Los alemanes preferían la fiesta a los combates y permanecían sentaditos al amor de las estufas. También tenía su importancia el saberlo. ¿Qué montones negros serían aquellos que se veían en la nieve? Descendí y vi que eran hogueras con grupos de gente en derredor, a cierta distancia, tanques cubiertos de escarcha. Si yo hubiera aparecido allí una hora antes, ellos aún no habrían llegado. Y si hubiera emprendido el vuelo algo más tarde, ellos quizá se habrían marchado ya.

Abrí fuego. Los hitlerianos corrieron como conejos hacia los tanques para protegerse en su coraza.

Cuando retomé al aeródromo, di parte de los resultados de mi exploración y pregunté por Figuichov. Me enteré de que había salido con la escuadrilla a un servicio de asalto.

—       ¿Y qué le pasó al aparato de Karpóvich?

—       Cuando se calentó el motor, despegó.

...Había despegado... En aquellos precisos momentos. Karpóvich estaba peleando a la desesperada por su vida.

En la chabola irrumpió el estrepitoso rugido de un motor. Un aeroplano volaba por encima del poblado, rozando casi los tejados de las casas. Viró y entró a aterrizar. Mientras lo contemplamos, comprendimos que le ocurría algo raro: parecía que era él aparato el que conducía al piloto, y no al revés. El avión se dejó caer pesadamente en el suelo, rodó cuanto pudo y se paró. Las palas de la hélice se detuvieron en el acto.

Cuando llegamos, corriendo, vimos primero un costado del Mig destrozado por un proyectil, y luego al piloto, inmóvil, caído de bruces sobre el tablero de los instrumentos de a bordo. La cabina estaba anegada de sangre.

Karpóvich había salido de reconocimiento a un lugar muy bien defendido. Siempre tropezábamos allí con una potente cortina de fuego antiaéreo. Sólo el piloto podría contar como había sucedido todo aquello. Y lo llevaron a la enfermería sin conocimiento. Había guiado el avión hasta el aeródromo con el último aliento. Yo había visto crecer y hacerse todo un hombre a este magnífico combatiente del aire.

No tardamos en conocer la dolorosa nueva de que Karpóvich no se reincorporaría al regimiento. Hubo de sufrir una operación en el brazo, fracturado por cascotes de metralla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En cierta ocasión aterrizó en nuestro aeródromo un aparato de otro regimiento. Rodó derecho hacia nuestra chabola, y todos nosotros no pudimos menos de mirar a la extraña faz del piloto: era moreno con barba tirando a bermeja. Cuando él salió de la cabina, nos faltó poco para lanzar una exclamación de asombro. Era un alto mozarrón de anchos hombros. ¡Un gigantón! ¿Cómo se las arreglaría para caber en la cabina del I-16 y, encima, con mono de piel?

Envolviéndonos con una mirada, el desconocido se sonrió y alzó una mano, saludando:

—       ¡Salud a los heroicos guerreros! —se acercó a mí y me tendió su manaza—: Soy el sargento Fadéiev.

Yo le dije mi nombre.

—       ¡Ah. Pokryshkin!... Leemos los periódicos.

Yo también recordé en el acto el nombre de Fadéiev. Con él estaban relacionadas muchas historias del Frente parecidas a leyendas.

Fadéiev explicó sin demora por qué había venido a parar a nuestro aeródromo:

—       Hemos estado peleando. Se me acabó el combustible. ¿Cómo telefonear desde aquí a mi regimiento? ¿Qué necesidad hay de que se pierdan dos cenas?

—       ¿Por qué dos? —le interrogué, extrañado.

Fuimos al puesto de mando. Mientras Fadéiev torturaba con sus manazas el teléfono y atronaba con su vozarrón de bajo, llamando a su regimiento, yo lo contemplé con curiosidad. Recordé las historias relacionadas con él.

Vadim Fadéiev servía en otro regimiento de nuestra división. Los pilotos contaban que en los primeros días de la guerra, él y varios cazas más destruyeron una columna de caballería rumana que se encaminaba al frente. Fadéiev fue el primero en abalanzarse contra ella y descendió tanto que los caballos al oír el rugido del motor por encima de sus cabezas, se espantaron, dejaron de obedecer a los jinetes y corrieron cada cual por su lado. Toda la columna se desperdigó por el campo. Cuando se le acabaron las municiones. Fadéiev alcanzaba a los jinetes y los abatía a sablazos... con la hélice de su avión.

Entre los aviadores se corrió otra historia reciente que ocurrió a Fadéiev cerca de Taganrog. Al volver de un servicio de asalto con el avión averiado, aterrizó entre las líneas nuestras y las del enemigo, en tierra de nadie. El adversario abrió inmediatamente fuego contra el aeroplano. Pero Fadéiev logró llegar a nuestras trincheras. Cuando vio los muchos soldados que había allí, empuñó el fusil de uno, se quitó el cuero, y, encaramándose al parapeto, atronó con su tremendo vozarrón:

—       ¡¡¡Adelante!!!

Lo vieron y oyeron los soldados de varias compañías. El aviador avanzó corriendo con el fusil en alto hacia las posiciones enemigas. De todas las trincheras y zanjas de comunicación salieron los soldados en pos de él. Habíase alzado ya un verdadero alud humano. Los alemanes se quedaron pasmados de la sorpresa y no tuvieron tiempo de abrir fuego organizado. Nuestra infantería irrumpió en las posiciones de ellos. Comenzó una refriega cuerpo a cuerpo. A los fascistas se les encogió el ombligo y pusieron pies en polvorosa. Los soldados soviéticos los persiguieron y no tardaron en ocupar la altura dominante. Allí acudieron en seguida fuerzas frescas nuestras y se fortificaron.

Cuando, al cabo de cierto tiempo, vino a la cota el jefe de la división, Fadéiev ya no estaba allí, pues se había alejado, remolcando su avión. Pero logró dar con el héroe. Lo abrazó y le dijo que para la división era de mucha importancia dominar aquella cima y que lo propondría sin falta para una condecoración. Decían que Fadéiev había respondido con bromas a todos los elogios:

—       Ah, si hubiera entre vosotros algún avispado qué me agenciara ahora mismo dos comidas sabrosas...

Poco después hube de creer que el suceso pudo ocurrir tal y como lo contaban. Entramos en el comedor. Fadéiev se quitó el mono, y yo vi en su guerrera una Orden de la Bandera Roja nuevecita. Dijo a la camarera: "A mí déme dos raciones, por favor". Sacó del bolsillo de la guerrera un papel y se lo enseñó. Yo se lo tomé y leí en voz alta: "Entréguese al sargento Vadim Fadéiev, en todas las intendencias, dos raciones de alimentación. S. Krasovski". Conocíamos bien al jefe de nuestro Ejército del Aire, y nadie puso en duda la autenticidad del papel entregado a Fadéiev...

Posteriormente, Vadim Fadéiev se hizo muy amigo mío. Cuando se fue de nuestro aeródromo, alzó, como tenía por costumbre, una mano y voceó como despedida:

               ¡Hasta otra, amigos!

 

Aquel invierno, la aviación alemana renovó algo su material. En nuestro frente, en lugar del Henschel-126 comenzó a sobrevolar las primeras líneas "el marco", o sea, el Focke-Wulf-189. Nuestras tropas de tierra no tardaron en odiarlo. Este aeroplano volaba largo rato sobre las posiciones de la artillería y las trincheras, corrigiendo el fuego de los artilleros alemanes. A veces, nuestros soldados de infantería no sabían qué hacer contra aquel corrector de tiro. Relacionaban con "el marco" todas sus desventuras: los bombardeos repentinos de la artillería, las incursiones de los Junkers, las grandes pérdidas y los contraataques fallidos. Y si algún caza nuestro derribaba un Focke-Wolf 189 le aplaudían todos los que contemplaban el combate. Los aviadores también tenían por un gran acierto abatir un corrector de tiro.

En la primavera de 1942, por culpa de "un marco" pereció nuestro magnífico camarada y maravilloso piloto Danil Nikitin. He aquí cómo sucedió. Al regresar del cumplimiento de un servido de guerra, vio que encima de nuestra línea volaba un FW-189. Lo atacó sobre la marcha, pero la ráfaga de ametralladora que le disparó no dio en el blanco, pues el avión alemán de doble fuselaje maniobró con habilidad. Al piloto le desagradó el marro. Iba ya a darle la segunda pasada cuando, desde las alturas, se lanzaron contra él dos Messers, que protegían a su corrector. En esa situación era imposible abrirse paso hacia "el marco"; además, nuestro caza se iba quedando ya casi sin combustible. Tras breve combate con los Messers, Nikitin retornó al aeródromo.

Por aquellos días, Nikitin y yo volábamos por turno en el mismo avión. Por eso fui yo el primero que salió a recibirlo. Cuando él saltó del ala al suelo enlodado, exclamó un exabrupto. Muy rara vez lo hacía. Eso significaba que había tenido algún percance muy desagradable.

—       ¿Por qué traes tan malas pulgas?

—       ¿Comprendes? He estado al lado de él y he marrado. Es una pena que no le partiera el estabilizador con la hélice. No lo he derribado... ¡Una vergüenza!

Y me contó lo que le había pasado en el aire. Comprendí que, al ver “el marco”, Nikitin, sencillamente, se había acalorado: tantas eran las ganas que tenía de abatir aquel pajarraco. Y si hubiese tomado altura y lo hubiera atacado desde arriba, asestándole un raudo golpe de halcón, de seguro que se habría salido con la suya. Los ataques repentinos de ese tipo son casi siempre irrebatibles. Y participé en el mismo instante mi opinión a mi compañero.

A la mañana siguiente, Nikitin volvió a salir de reconocimiento antes que yo. Y yo fui en una U-2 al aeródromo vecino, donde se encontraban nuestros talleres, para probar un Mig reparado y traérmelo al regimiento.

Yo había decidido hacerlo todo eso para el momento en que retornara Nikitin. No quería que mi aparato permaneciese parado en el aeródromo. Aun con todo, me faltó tiempo. Durante el regreso me vine maldiciendo por haber tardado. ¡Pero cuál no sería mi asombro cuando, luego de aterrizar, vi que el lugar de estacionamiento de mi aparato estaba vacío!

—       Lo habrán averiado —dijo con voz triste el mecánico.

Yo también pensaba lo mismo. "Habrá tenido que hacer un aterrizaje forzoso por ahí. Un piloto como él no abandona el avión".

Esperamos hasta que se hizo de noche, telefoneando a otros aeródromos por si había aparecido. Después de la cena, los pilotos nos reunimos en la chabola. Todos pensábamos en Nikitin. Andréi Trud, que era compañero suyo desde que estudiaron juntos en la escuela, ponía ya seguramente por décima vez en el gramófono la misma placa gastada por el mero hecho de que en la canción figuraban las palabras "Tú no estás aquí..."

Yo no pude más y paré el gramófono:

—       Andréi, basta de tristeza sentimental.

Chirrió la puerta. ¿Sería él? No. Era el enlace.

—       Han telefoneado del Estado Mayor de la división —informó—. El avión ha caído en la primera línea. El piloto no ha saltado.

A la mañana siguiente, un grupo de camaradas nuestros fue en camioneta a la primera línea. El jefe de un batallón de infantería les enseñó desde una aspillera del puesto de observación el lugar donde había caído el aeroplano. Y les refirió el último combate aéreo de Nikitin con cuatro Messerschmitts.

Primero apareció un "marco" por encima de la primera línea. De pronto, cuando menos se lo esperaba nadie, muy por encima del "marco" surgió un caza nuestro que, cual un halcón, se lanzó fugaz desde encima de las nubes sobre el corrector de tiro alemán y abrió fuego. El aparato enemigo se incendió en el acto y se estrelló contra el suelo. Entonces, contra nuestro Mig se arrojaron cuatro Messers. Nikitin peleó a la desesperada. Incendió a un fascista y espoloneó a otro. Su aparato perdió también media ala y cayó con el piloto dentro en un prado empantanado.

Protegido por el manto de la noche, nuestro grupo regimental llegó al lugar del siniestro. No se veían más que los restos de las alas y del empenaje de cola. El motor y la cabina del aparato se habían clavado en tierra a varios metros de profundidad. Chapoteando entre el barro, los aviadores intentaron desenterrar los restos del aeroplano y sacar el cuerpo de Nikitin. Pero se lo impedía el agua, que llenaba instantáneamente el hoyo. Achicarla era prácticamente imposible. Cuando uno intentó alumbrar con una linterna para salir de una zanja, empezaron a estallar a nuestro lado bombas enemigas de mortero. Los alemanes tenían ya tomada la puntería del lugar. Mis compañeros de regimiento comprendieron que al realizar su heroica hazaña. Nikitin se había enterrado para siempre en la orilla pantanosa del río Mius, cerca de la aldea Mamáiev Kurgán.

Días después, nuestro regimiento enterró con honores a Lukashévich. Su vida, probada en los combates contra los Messers y en los esguinces para sortear el fuego de los antiaéreos alemanes, habíase cortado como consecuencia de un caso absurdo.

Por aquel tiempo, todos nuestros pilotos habían renunciado al fanal de la cabina del Mig-3 pues, a gran velocidad, no se abría, y, en el momento crítico, el piloto no podía salir para descender en el paracaídas. Pero en el taller donde había sido reparado el aeroplano de Lukashévich, desdeñaron la opinión de los pilotos y colocaron el fanal.

El triste resultado fue que tan pronto como Lukashévich despegó, al aparato se le agarrotaron los timones, y éste cayó como una piedra al suelo. Lukashévich no pudo abrir el fanal ni abandonar la cabina. Pereció bajo los restos del avión en cuyo fuselaje había quedado olvidado bajo un tirante eje los mandos el martillo de bronce de un ajustador.

Lukashévich y yo habíamos trazado juntos muchas rutas de guerra en el mapa y en el cielo. Su muerte absurda, así como la muerte de Nikitin, me afectaron mucho. Desde entonces, me irritaba en seguida.

Un día encapotado de aquella triste primavera me llamaron al Estado Mayor de la división. El subjefe de ésta me participó que, poco antes, había aterrizado en territorio nuestro un aviador croata en un Messerschmitt-109.

—       Pensamos destinarle a un grupo especial —me dijo—. Hay que volar en el Messerschmitt y estudiarlo a fondo. ¿Irás?

Repuse sin titubear:

—       Iré.

 

     
 

 

 

 

 

 

La idea de entrenar a los pilotos en los Messers y utilizarlos para la "caza" libre y vuelos de reconocimiento sobre la retaguardia enemiga era de los jefes locales. En el aeródromo adonde llegué me recibió el general Naúmenko, jefe del grupo especial. Me ordenó ir sin pérdida de tiempo a ver los aviones alemanes. Eran tres.

El mecánico que había participado en la reparación de dos Messers se sabía ya al dedillo el aparato. Me explicó el sistema de dirección y el manejo de cada manipulador del tablero de instrumentos de a bordo. Permanecí un rato sentado en la cabina del caza, pulsando todas las manecillas, y torné donde el general para obtener su permiso de remontar el vuelo.

—       ¡Puedes volar! —me dijo, aguardando impaciente el momento en que el Messerschmitt domado evolucionase en torno del aeródromo.

Puse el motor en marcha, rodé y despegué. Di dos vueltas alrededor del aeródromo, el aparato volaba ligero. No noté nada de raro en su comportamiento. Al ver que las estrellas de cinco puntas pintadas con pálida pintura roja sobre las cruces fascistas apenas se distinguían, no pude menos de pensar: ¿y si de pronto me salen al encuentro en el aire los nuestros? Las pasaré mal...

Luego me asaltó otro pensamiento: en dos países distintos hacían en medio de gran secreto el Messerschmitt-109 y el Yak-1 (yo había volado ya una vez en este segundo aeroplano) ¡y cuánto de común había en las cualidades de vuelo y combate de los dos aparatos! Por lo tamo, los ingenieros aeronáuticos podían llegar, independientemente uno de otro, a la misma solución de algunos problemas.

Aterricé. Al jefe del grupo especial, no sé porqué, le inquietó mi retorno.

—       ¿Por qué has volado tan poco? —, me interrogó—. ¿Ha pasado algo?

—       No ha pasado nada —repuse—. Quiero probarlo en las alturas.

Al día siguiente probé el Messerschmitt en vuelo de acrobacia de alta escuela, Un aviador necesita poco tiempo para valorar un aeroplano si este aparato hace ligero la candela, si se embala rápidamente durante los picados y si el mismo piloto, desde otro aparato, lo ha alcanzado en combate cuando aquél daba un viraje pero, al propio tiempo, ha visto los agujeros que dejan en sus planos los proyectiles de los cañones emplazados en él. Volví a comparar el Messerschmitt con nuestro Yak-1 y llegué de nuevo a la conclusión de que los dos aparatos tenían mucho de comparable.

Al cabo de media hora de hacer piruetas en el aire, me olvidé totalmente de que empuñaba los mandos de un avión alemán y cuando vi a lo lejos un bombardero soviético SB que, probablemente, regresaba a su base, me dirigí hacia él sin la menor intención aviesa. El piloto me vio de improviso cuando yo estaba ya cerca. De seguro que así se espantan las ovejas cuando ven la cabeza de un lobo que ha abierto un agujero en el tejado del redil. Le hice varias veces con alabeos la señal de que yo no era enemigo, pero el bombardero se apartó con tal brusquedad que comencé a temer por su suerte.

Torné inmediatamente al aeródromo. Al acercarme al área de aterrizaje, pasé por el lado de una U-2 que iba a tomar tierra. Su piloto tampoco reparo en las estrellas de las alas. Al verme, inclinó el aparato sobre un ala y se posó de mala manera en el labrantío que seguía tras la linde del aeródromo. Los tripulantes salieron de la cabina y, sin desconectar el motor, corrieron hacia el bosque contiguo.

En el puesto de mando, adonde fui a presentarme para dar las novedades, me aguardaban disgustos. Primero, el piloto de la U-2, cuando se enteró de que el Messer era nuestro, echó pestes contra el avión y quien lo pilotaba. Luego telefonearon de Míllerovo.

—       ¿Quién está al aparato?

—       El oficial de servicio —respondí tras de levantar casualmente el auricular.

—       ¿Qué demonios pasa en su aeródromo? —atronó una voz.

—       ¿A qué demonios se refiere? —interrogué yo en el mismo tono.

—       ¿Quién ha dado permiso para perseguir con Messers a nuestros aviones?

Me quedé de una pieza. ¿Qué podía responderle? Yo no había perseguido a nadie, mas ¿cómo lo iba a demostrar si la tripulación del bombardero había interpretado así mi proceder?

La voz del auricular exigía que se castigara al culpable de que el SB hubiese hecho un aterrizaje forzoso en una orilla baja del río, poblada de carrizo. Yo pasé el auricular al jefe del grupo especial. Luego hube de explicar detalladamente cómo había sucedido todo.

Volamos varios días en los Messerschmitts sin salir de los contornos del aeródromo. Después Naúmenko nos envió a uno de nosotros (le tocó a un capitán) a "tantear la primera línea", es decir, a comprobar cómo se comportarían allí los soldados al ver un Messerschmitt con estrellas rojas.

Al poco tiempo citaron al general al puesto de mando de una división. Yo fui con él. Por el camino hicimos conjeturas en torno a lo que habría pasado. Más todo quedó claro tan pronto como vimos al capitán de marras en el puesto de mando. Estaba sentado en un rincón, llena de cardenales la cara. El capitán se abalanzó a nuestro encuentro como lo haría un condenado a muerte al ver a sus salvadores. Durante el camino de regreso nos contó, dolido, lo que le había pasado.

Durante el vuelo, se paró el motor del aeroplano, y él se vio forzado a tomar tierra con el tren de aterrizaje plegado cerca de la primera línea de nuestra defensa. Los soldados rodearon el avión "enemigo" y hasta dispararon varías veces Contra él para imponer respeto. El piloto salió de la cabina y les hablo en ruso. Entonces fue ruando se armé la de San Quintín.

—       ¡Ah, conque eres un traidor! —exclamó un soldado— ¡A zurrarle la badana!

Y ya no hubo aseveraciones del tipo de "¡camaradas, que soy soviético!" para contener la ira de la muchedumbre, pues veía delante un Messerschmitt de cuyas alas resaltaban claramente, debajo de las estrellas rojas, las odiosas cruces negras ribeteadas de blanco.

—       Si no llega a tiempo el comisario del batallón —dijo el capitán—, habrían ejecutado la sentencia que me dictaron como "traidor". Pero buenos mamporros me he ganado. ¿Y por qué culpas?

—       Por el experimento —le contesté entre risas.

—       Pues muchas gracias. Estoy dispuesto a repartir los cardenales por igual entre todos. ¡Y en ese aparato no volaré más!

—       ¿Cómo es eso? —inquietóse el general.

—       ¡Se acabó! Hoy mismo me voy a mi regimiento.

Vi en el aeródromo al comandante Ivanov. Andaba en torno de uno de los cazas alemanes, observándolo por todos lados.

—       ¡Qué enseñanzas has sacado de él? —me interrogó, señalando con un movimiento de cabeza el Messerschmitt.

Le relaté brevemente lo que había sacado en limpio. Mis vuelos en el caza del enemigo no habían transcurrido sin utilidad. Conocí ya mejor tamo sus cualidades positivas como sus defectos. Y cuando se conoce al adversario, es más fácil abatirlo en combate aéreo.

—       Está bien —dijo Ivanov—. ¿Y no te desentrenarás de combatir mientras estés en esta "academia"? Nuestro regimiento cambia de base a otro sector.

Cerca de Jarkov se combatía ya encarnizadamente en tierra y en el aire. Allí pelearían mis compañeros. Por lo tanto, yo no tenía que perder más tiempo en el grupo especial. Ni estaba dispuesto a aguardar que me vapulearan o me hicieran algo peor nuestros soldados.

Dimos aun algunas vueltas en derredor de los Messers. Ivanov escuchaba atento mis explicaciones e incluso se apuntó algo. Dijo que había venido a meter prisa en los talleres para que reparasen cuanto antes nuestros aviones. Pero comprendí también lo que él no dijo. Que nuestro regimiento, que llevaba ya el título "de la Guardia", se encontraba en vísperas de serias pruebas de guerra. La rotura de nuestra defensa cerca de Jarkov se iba convirtiendo en una nueva catástrofe. Hacia allá se dirigía nuestro regimiento. E Ivanov quería que yo estuviera al lado de los demás, pues el regimiento tenía gran necesidad de mi experiencia y de mis brazos de combatiente.

Unos días después me dejaron, al fin, libre de las misiones estrictamente especiales. Recogí mi maletín y mi cuero y encaminé presuroso los pasos hacia una U-2 cuyo piloto, de la aviación de enlace, accedió a llevarme, de paso, a nuestro regimiento.

Despegamos. La estepa, vestida del verde esmeralda de la lozana hierba, alegraba la vista. Mas, poco después, se divisaron en el horizonte, a la izquierda de nuestro rumbo, unas oscuras manchas grises. No eran nubarrones, como me hubo parecido en un principio. Era la guerra, que salía de las trincheras en tétricas columnas de humo y polvo.

 

     
 

Realizado por HR_Crash

Revisado por HR_Irazov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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