En cierta ocasión
aterrizó en nuestro aeródromo un aparato de otro regimiento. Rodó
derecho hacia nuestra chabola, y todos nosotros no pudimos menos de
mirar a la extraña faz del piloto: era moreno con barba tirando a
bermeja. Cuando él salió de la cabina, nos faltó poco para lanzar una
exclamación de asombro. Era un alto mozarrón de anchos hombros. ¡Un
gigantón! ¿Cómo se las arreglaría para caber en la cabina del I-16 y,
encima, con mono de piel?
Envolviéndonos con una
mirada, el desconocido se sonrió y alzó una mano, saludando:
— ¡Salud a los
heroicos guerreros! —se acercó a mí y me tendió su manaza—: Soy el
sargento Fadéiev.
Yo le dije mi nombre.
— ¡Ah.
Pokryshkin!... Leemos los periódicos.
Yo también recordé en el
acto el nombre de Fadéiev. Con él estaban relacionadas muchas historias
del Frente parecidas a leyendas.
Fadéiev explicó sin
demora por qué había venido a parar a nuestro aeródromo:
— Hemos estado
peleando. Se me acabó el combustible. ¿Cómo telefonear desde aquí a mi
regimiento? ¿Qué necesidad hay de que se pierdan dos cenas?
— ¿Por qué dos? —le
interrogué, extrañado.
Fuimos al puesto de
mando. Mientras Fadéiev torturaba con sus manazas el teléfono y atronaba
con su vozarrón de bajo, llamando a su regimiento, yo lo contemplé con
curiosidad. Recordé las historias relacionadas con él.
Vadim Fadéiev servía en
otro regimiento de nuestra división. Los pilotos contaban que en los
primeros días de la guerra, él y varios cazas más destruyeron una
columna de caballería rumana que se encaminaba al frente. Fadéiev fue el
primero en abalanzarse contra ella y descendió tanto que los caballos al
oír el rugido del motor por encima de sus cabezas, se espantaron,
dejaron de obedecer a los jinetes y corrieron cada cual por su lado.
Toda la columna se desperdigó por el campo. Cuando se le acabaron las
municiones. Fadéiev alcanzaba a los jinetes y los abatía a sablazos...
con la hélice de su avión.
Entre los aviadores se
corrió otra historia reciente que ocurrió a Fadéiev cerca de Taganrog.
Al volver de un servicio de asalto con el avión averiado, aterrizó entre
las líneas nuestras y las del enemigo, en tierra de nadie. El adversario
abrió inmediatamente fuego contra el aeroplano. Pero Fadéiev logró
llegar a nuestras trincheras. Cuando vio los muchos soldados que había
allí, empuñó el fusil de uno, se quitó el cuero, y, encaramándose al
parapeto, atronó con su tremendo vozarrón:
— ¡¡¡Adelante!!!
Lo vieron y oyeron los
soldados de varias compañías. El aviador avanzó corriendo con el fusil
en alto hacia las posiciones enemigas. De todas las trincheras y zanjas
de comunicación salieron los soldados en pos de él. Habíase alzado ya un
verdadero alud humano. Los alemanes se quedaron pasmados de la sorpresa
y no tuvieron tiempo de abrir fuego organizado. Nuestra infantería
irrumpió en las posiciones de ellos. Comenzó una refriega cuerpo a
cuerpo. A los fascistas se les encogió el ombligo y pusieron pies en
polvorosa. Los soldados soviéticos los persiguieron y no tardaron en
ocupar la altura dominante. Allí acudieron en seguida fuerzas frescas
nuestras y se fortificaron.
Cuando, al cabo de cierto
tiempo, vino a la cota el jefe de la división, Fadéiev ya no estaba
allí, pues se había alejado, remolcando su avión. Pero logró dar con el
héroe. Lo abrazó y le dijo que para la división era de mucha importancia
dominar aquella cima y que lo propondría sin falta para una
condecoración. Decían que Fadéiev había respondido con bromas a todos
los elogios:
— Ah, si hubiera
entre vosotros algún avispado qué me agenciara ahora mismo dos comidas
sabrosas...
Poco después hube de
creer que el suceso pudo ocurrir tal y como lo contaban. Entramos en el
comedor. Fadéiev se quitó el mono, y yo vi en su guerrera una Orden de
la Bandera Roja nuevecita. Dijo a la camarera: "A mí déme dos raciones,
por favor". Sacó del bolsillo de la guerrera un papel y se lo enseñó. Yo
se lo tomé y leí en voz alta: "Entréguese al sargento Vadim Fadéiev, en
todas las intendencias, dos raciones de alimentación. S. Krasovski".
Conocíamos bien al jefe de nuestro Ejército del Aire, y nadie puso en
duda la autenticidad del papel entregado a Fadéiev...
Posteriormente, Vadim
Fadéiev se hizo muy amigo mío. Cuando se fue de nuestro aeródromo, alzó,
como tenía por costumbre, una mano y voceó como despedida:
—
¡Hasta otra, amigos!
Aquel invierno, la
aviación alemana renovó algo su material. En nuestro frente, en lugar
del Henschel-126 comenzó a sobrevolar las primeras líneas "el marco", o
sea, el Focke-Wulf-189. Nuestras tropas de tierra no tardaron en
odiarlo. Este aeroplano volaba largo rato sobre las posiciones de la
artillería y las trincheras, corrigiendo el fuego de los artilleros
alemanes. A veces, nuestros soldados de infantería no sabían qué hacer
contra aquel corrector de tiro. Relacionaban con "el marco" todas sus
desventuras: los bombardeos repentinos de la artillería, las incursiones
de los Junkers, las grandes pérdidas y los contraataques fallidos. Y si
algún caza nuestro derribaba un Focke-Wolf 189 le aplaudían todos los
que contemplaban el combate. Los aviadores también tenían por un gran
acierto abatir un corrector de tiro.
En la primavera de 1942,
por culpa de "un marco" pereció nuestro magnífico camarada y maravilloso
piloto Danil Nikitin. He aquí cómo sucedió. Al regresar del cumplimiento
de un servido de guerra, vio que encima de nuestra línea volaba un
FW-189. Lo atacó sobre la marcha, pero la ráfaga de ametralladora que le
disparó no dio en el blanco, pues el avión alemán de doble fuselaje
maniobró con habilidad. Al piloto le desagradó el marro. Iba ya a darle
la segunda pasada cuando, desde las alturas, se lanzaron contra él dos
Messers, que protegían a su corrector. En esa situación era imposible
abrirse paso hacia "el marco"; además, nuestro caza se iba quedando ya
casi sin combustible. Tras breve combate con los Messers, Nikitin
retornó al aeródromo.
Por aquellos días,
Nikitin y yo volábamos por turno en el mismo avión. Por eso fui yo el
primero que salió a recibirlo. Cuando él saltó del ala al suelo
enlodado, exclamó un exabrupto. Muy rara vez lo hacía. Eso significaba
que había tenido algún percance muy desagradable.
— ¿Por qué traes
tan malas pulgas?
— ¿Comprendes? He
estado al lado de él y he marrado. Es una pena que no le partiera el
estabilizador con la hélice. No lo he derribado... ¡Una vergüenza!
Y me contó lo que le
había pasado en el aire. Comprendí que, al ver “el marco”, Nikitin,
sencillamente, se había acalorado: tantas eran las ganas que tenía de
abatir aquel pajarraco. Y si hubiese tomado altura y lo hubiera atacado
desde arriba, asestándole un raudo golpe de halcón, de seguro que se
habría salido con la suya. Los ataques repentinos de ese tipo son casi
siempre irrebatibles. Y participé en el mismo instante mi opinión a mi
compañero.
A la mañana siguiente,
Nikitin volvió a salir de reconocimiento antes que yo. Y yo fui en una
U-2 al aeródromo vecino, donde se encontraban nuestros talleres, para
probar un Mig reparado y traérmelo al regimiento.
Yo había decidido hacerlo
todo eso para el momento en que retornara Nikitin. No quería que mi
aparato permaneciese parado en el aeródromo. Aun con todo, me faltó
tiempo. Durante el regreso me vine maldiciendo por haber tardado. ¡Pero
cuál no sería mi asombro cuando, luego de aterrizar, vi que el lugar de
estacionamiento de mi aparato estaba vacío!
— Lo habrán
averiado —dijo con voz triste el mecánico.
Yo también pensaba lo
mismo. "Habrá tenido que hacer un aterrizaje forzoso por ahí. Un piloto
como él no abandona el avión".
Esperamos hasta que se
hizo de noche, telefoneando a otros aeródromos por si había aparecido.
Después de la cena, los pilotos nos reunimos en la chabola. Todos
pensábamos en Nikitin. Andréi Trud, que era compañero suyo desde que
estudiaron juntos en la escuela, ponía ya seguramente por décima vez en
el gramófono la misma placa gastada por el mero hecho de que en la
canción figuraban las palabras "Tú no estás aquí..."
Yo no pude más y paré el
gramófono:
— Andréi, basta de
tristeza sentimental.
Chirrió la puerta. ¿Sería
él? No. Era el enlace.
— Han telefoneado
del Estado Mayor de la división —informó—. El avión ha caído en la
primera línea. El piloto no ha saltado.
A la mañana siguiente, un
grupo de camaradas nuestros fue en camioneta a la primera línea. El jefe
de un batallón de infantería les enseñó desde una aspillera del puesto
de observación el lugar donde había caído el aeroplano. Y les refirió el
último combate aéreo de Nikitin con cuatro Messerschmitts.
Primero apareció un
"marco" por encima de la primera línea. De pronto, cuando menos se lo
esperaba nadie, muy por encima del "marco" surgió un caza nuestro que,
cual un halcón, se lanzó fugaz desde encima de las nubes sobre el
corrector de tiro alemán y abrió fuego. El aparato enemigo se incendió
en el acto y se estrelló contra el suelo. Entonces, contra nuestro Mig
se arrojaron cuatro Messers. Nikitin peleó a la desesperada. Incendió a
un fascista y espoloneó a otro. Su aparato perdió también media ala y
cayó con el piloto dentro en un prado empantanado.
Protegido por el manto de
la noche, nuestro grupo regimental llegó al lugar del siniestro. No se
veían más que los restos de las alas y del empenaje de cola. El motor y
la cabina del aparato se habían clavado en tierra a varios metros de
profundidad. Chapoteando entre el barro, los aviadores intentaron
desenterrar los restos del aeroplano y sacar el cuerpo de Nikitin. Pero
se lo impedía el agua, que llenaba instantáneamente el hoyo. Achicarla
era prácticamente imposible. Cuando uno intentó alumbrar con una
linterna para salir de una zanja, empezaron a estallar a nuestro lado
bombas enemigas de mortero. Los alemanes tenían ya tomada la puntería
del lugar. Mis compañeros de regimiento comprendieron que al realizar su
heroica hazaña. Nikitin se había enterrado para siempre en la orilla
pantanosa del río Mius, cerca de la aldea Mamáiev Kurgán.
Días después, nuestro
regimiento enterró con honores a Lukashévich. Su vida, probada en los
combates contra los Messers y en los esguinces para sortear el fuego de
los antiaéreos alemanes, habíase cortado como consecuencia de un caso
absurdo.
Por aquel tiempo, todos
nuestros pilotos habían renunciado al fanal de la cabina del Mig-3 pues,
a gran velocidad, no se abría, y, en el momento crítico, el piloto no
podía salir para descender en el paracaídas. Pero en el taller donde
había sido reparado el aeroplano de Lukashévich, desdeñaron la opinión
de los pilotos y colocaron el fanal.
El triste resultado fue
que tan pronto como Lukashévich despegó, al aparato se le agarrotaron
los timones, y éste cayó como una piedra al suelo. Lukashévich no pudo
abrir el fanal ni abandonar la cabina. Pereció bajo los restos del avión
en cuyo fuselaje había quedado olvidado bajo un tirante eje los mandos
el martillo de bronce de un ajustador.
Lukashévich y yo habíamos
trazado juntos muchas rutas de guerra en el mapa y en el cielo. Su
muerte absurda, así como la muerte de Nikitin, me afectaron mucho. Desde
entonces, me irritaba en seguida.
Un día encapotado de
aquella triste primavera me llamaron al Estado Mayor de la división. El
subjefe de ésta me participó que, poco antes, había aterrizado en
territorio nuestro un aviador croata en un Messerschmitt-109.
— Pensamos
destinarle a un grupo especial —me dijo—. Hay que volar en el
Messerschmitt y estudiarlo a fondo. ¿Irás?
Repuse sin titubear:
— Iré. |