La camioneta nos llevaba al
aeródromo al despuntar el alba. Íbamos todos adormilados, sin decir
palabra, pensando en las penosas impresiones del día anterior y en las
que nos esperaban el que comenzaba. Estos pensamientos nos quitaron el
sueño y el cansancio.
La camioneta nos fue dejando a
cada uno junto a nuestro aeroplano. Salté a tierra y vi al mecánico
Vajnenko haciendo algo en la cabina del Mig. Retumbó el rugido del motor
y, luego, un pespunte de balas trazadoras hilvanó el cielo. En tiempos
de paz estaba prohibido probar así las ametralladoras.
El mecánico saltó de la cabina
y me informó de que el aeroplano estaba listo para el vuelo. Había
llegado mucho antes que yo pese a que la noche anterior, cuando nos
retiramos a descansar, el aún se quedó en el aeródromo. Señalando con la
mirada la tienda extendida debajo de un ala dijo:
— Eche un sueñecito,
camarada jefe.
No quise tenderme. Las palabras
"camarada jefe" me recordaron en el acto que yo era el subjefe de la
escuadrilla y respondía por los demás.
Amanecía. Rugían los motores y
tableteaban las ametralladoras a cortas ráfagas. Miré al puesto de mando
por ver si salía de allí el coche del jefe del regimiento y pensé en la
opinión que se habría formado de mi por el caso de ayer y si me
confiaría algún servicio de guerra.
El primer vehículo que se vio
en el camino fue una camioneta y no el coche del jefe del regimiento. De
lejos se distinguían las llamativas pañoletas de las camareras. Nos
traían el desayuno.
...Aún no se habían terminado
de beber el café todos los pilotos, cuando los jefes de las escuadrillas
nos llamaron a su lado. Yo recibí la misión de salir en pareja con el
alférez Semiónov a explorar el Prut entre Ungheni y Stefanesti para ver
si se había tendido por allí algún paso sobre el río.
Interrogué por qué no me daban
de pareja a Diachenko o Dovbnia, uno de mis puntos permanentes. Metiendo
el mapa en el portapliegos. Atrashkévich me respondió en voz baja, para
que no lo oyeran otros:
— Semiónov tiene más
experiencia; ayer peleó ya. Los alemanes hasta le sellaron el carnet de
identidad.
El alférez Semiónov apartó la
vista del portapliegos, alzó la cabeza, y yo te vi un rasguño largo y
rojo en el mentón. Recordaba la huella que deja el contacto de una
varilla de hierro candente.
— Le rozó una bala
—explicó Atrashkévich.
— Mejor hubiera sido que
señalara él al alemán.
— Semiónov también
disparó. Quién sabe, tal vez con mejor fortuna que el alemán.
Nos remontamos sobre la vasta
estepa, llena de sol matutino. A la altura de mil quinientos metros puse
el aparato en vuelo horizontal. Era el segundo servicio de
reconocimiento que hacía y ya sabía que esa altura era la más ventajosa.
Proporcionaba buena visibilidad y permitía presentar cómbale y maniobrar
bajo el fuego de los antiaéreos.
Llegamos al Prut. Desde la otra
orilla nos disparaban los antiaéreos, estampando en el ciclo las
trayectorias de los proyectiles. El río estaba cubierto de ralas nubes.
Volábamos por la parte de acá. Veíamos bien y, por el momento, no se
notaba ningún paso.
Viramos estrictamente al norte,
atisbando a todos lados, como si tuviésemos la cabeza articulada con
charnela, y avizor el ojo para no descubrir demasiado tarde la aparición
de aviones enemigos. Quien tiene pereza de vigilar el firmamento, lo
paga caro.
A la izquierda, a la misma
altura que nosotros, vi tres Messerschmitts. Y algo por encima, otros
dos. ¡Cinco en total! Había que decidir instantáneamente qué hacer. ¿Los
veía Semiónov? Alabeé y, enfilando el morro del aparato hacia el
enemigo, le advertí por dónde habían aparecido los cazas adversarios.
Semiónov me respondió que los veía. Sentí que aguardaba mi decisión.
Aunque el peligro era igual para los dos, yo, a pesar de todo, era el
superior, como suele decirse, el "camarada jefe". Recordé la
advertencia: “¡No entréis en combate! ¡Limitaos exclusivamente al
reconocimiento!”
Volví la vista y noté que los
Messers nos daban alcance. No podíamos seguir pasivamente el vuelo, pues
nos derribarían. Viré, Semiónov me siguió, Los dos que volaban por
encima de nosotros también se apartaron algo, probablemente, para
atacar. En ese momento yo no veía más que el aparato central de la
primera patrulla. Volaba raudo a mi encuentro. Al ver los aeroplanos
enemigos con las franjas amarillas despertóse en mi seno algo de fiera.
Alargue el paso de hélice y
metí motor a fondo. Mi Mig dio un tirón. La brusca aceleración de la
velocidad me comunicó una decisión inflexible. "¡Que no se rezague
Semiónov!"
Debido a la gran velocidad, los
Messerschmitts se agrandaban a ojos vistas. Abrimos fuego casi al mismo
tiempo. Las trayectorias de las balas, nítidas y brillantes las mías,
rojizas y humeantes las del enemigo, se cruzaron por encima de nosotros
y desaparecieron en el aire. En ese instante comprendimos que el ataque
frontal no es más que la entrada en combate y que ninguno lo
abandonaríamos voluntariamente.
Recurriendo a mi método
preferido, tiré bruscamente de la palanca, ascendiendo casi en vertical.
Había que tomar altura. Una idea me machacaba la mente: "Son cinco. Tres
aquí. Dos encima. Semiónov, ¿dónde está Semiónov?" Como en el ascenso yo
había quedado tendido de espaldas, mi visibilidad era limitada. No sólo
había perdido de vista a Semiónov, sino que tampoco veía ni
adversario... Perdí velocidad. Incliné el avión sobre el ala derecha. Yo
había pensado la maniobra en el momento de iniciar la candela. Estaba
seguro de que los Messerschmitts, después del ataque frontal, se
apartarían, dando un viraje de combate a la izquierda. Sólo a la
izquierda. Nuestros pilotos también habían adquirido esa costumbre y
tenían mejor entrenado dicho viraje. Enderecé en la horizontal y vi que
los alemanes habían quedado debajo de mí, pegaditos los puntos a su
jefe; pero lo principal era que habían quedado por debajo de mí. La
abrupta candela, que me nubló la vista, y el viraje a la derecha,
inesperado para el enemigo, me dieron ventaja.
Los fascistas lo comprendieron,
y los tres aguardaron mi ataque. Apunté al de atrás. Cuando lo tuve a
distancia ventajosa y no me restaba sino afinar la puntería, una ráfaga
de balas pasó rozando el fuselaje de mi aparato. Miré y vi que los dos
Messerschmitts que tenía encima se habían colocado a mi cola como un
sable blandido para descargar el golpe. Volví a tomar la vertical
ascendente. Sólo con esa maniobra podía esquivar el fuego y conservar la
ventaja. De nuevo una fuerza inmensa me oprimió contra el asiento y me
nubló la vista. Más de algo había de servirme el entrenamiento diario
para soportar las sobrecargas, pese a que Zhiznievski siempre me
recriminaba por estas "piruetas". Yo me regía por los consejos de los
avezados pilotos que ya habían combatido: "Cuanto más a menudo soportes
las sobrecargas, tanto mejor preparado estarás para los verdaderos
pugilatos aéreos".
Miré al tablero de los
indicadores: la velocidad aún se mantenía bien. Cuando el aparato llegó
casi al tope pasado el cual podía entrar en barrena, lo incliné con
brusco movimiento sobre el ala. Quise gritar: "¡Ahora vamos a vernos las
caras! Habéis temido las sobrecargas y ascendido en ángulo después del
ataque. ¡Por eso os veis ahora debajo de mí, malditos cuervos! ¡Ahora
soy yo el amo!"
Comencé a enfilar el aeroplano
para el ataque y vi a Semiónov. Al no haber repetido mis figuras de
acrobacia ni la primera ni la segunda vez, se quedó apartado y muy por
debajo de mí. Más, ¿por qué su aparato volaba "panza" arriba? ¿Por qué
iba dejando un reguero de humo azul? ¡Qué raro! De pronto vi un
Messerschmitt detrás de Semiónov. Lo comprendí: le había hecho impacto y
repetía el ataque.
Perdí de pronto la sensación
del peligro. En aquel momento lo principal era acudir en auxilio del
compañero... Sin titubear, lancé mi Mig cual meteoro de tres toneladas y
media de peso contra el Messer que perseguía a Semiónov. Los dos
alemanes que acababan de pasar por mi lado de seguro que interpretaron
mi picado como una fuga. Que se lo creyeran. Yo no les prestaba ya
atención. Al salir del picado, mi aparato dio un profundo patinazo y me
vi por debajo del Messerschmitt pegado a la cola de Semiónov. Tuve
tiempo de atacarle por debajo. Una ráfaga, otra... El aparato alemán se
encabritó, pero se incendió en el acto, inclinándose, y se desplomó como
un pedrusco.
¡Él avión enemigo ardía como
una antorcha! Yo no podía apartarla mirada de él. Hasta bajé un poco el
morro del mío para ver mejor dónde caería y estallaría. En esos momentos
yo había olvidado por completo el peligro.
Un breve y seco tableteo
interrumpió el curso de mis reflexiones. No sé qué fuerza hizo girar mi
aparato sobre su eje longitudinal y quede cabeza abajo. Lo enderecé y vi
qué un Messer había pasado como una centella hacia adelante, y el otro
me entraba por la espalda para atacar. ¡Era la pareja que yo había
dejado! ¡Me había descuidado, y ellos me sorprendieron!
Mi aparato había quedado muy
malparado. En el ala derecha se veía un gran agujero. Menguaba tanto la
fuerza de sustentación, que el aparato tendía constantemente a
invertirse. Otro proyectil me había dado en el plano central.
¿Dónde estaría Semiónov?
¡Cuánta falta me hacía ahora su apoyo! Claro que no me daba por perdido
Aunque el aeroplano estaba averiado, aun podía pelear. También me
quedaban combustible, municiones y. lo principal, furia. Además, veía
que estaba sobre territorio propio. En último caso...
Hice virar a duras penas a mi
debilitado aparato. Me consolaba con la esperanza de que la pareja de
Messers que había quedado debajo, enfriada con la muerte del jefe de su
patrulla, se habría marchado. Si eso era así, yo pelearía sólo contra
dos.
Esquivaba los golpes y
procuraba atacar. Pero el aparato me obedecía mal: tan pronto como
tomaba alguna velocidad mayor de la cuenta, tendía a invertirse.
No me quedaba más remedio que
abandonar el combate. Un profundo picado hasta quedar a ras del suelo,
la salida del mismo, una inclinación voluntaria, casi hasta rozar la
tierra con un ala, y me vi volando por encima de las copas de los
árboles. Cuando veía humo en algún sitio, volaba hacia allá por ver si
era el aparato de Semiónov que terminaba de arder.
Al aproximarme al aeródromo, me
di cuenta de que tenía averiado el sistema hidráulico de apertura el
tren de aterrizaje. Hube de abrirlo con el de emergencia. Alabeé para
que el tren quedase mejor abierto y entré a aterrizar.
Por el momento, todo iba bien;
mejor incluso de lo que yo esperaba. Sí después de los malos trances
pasados, el aparato rodó bien por el campo y se detuvo sumiso, eso
quería decir que el final era excelente.
Tras de rodar hacia el
estacionamiento, desconecté el motor y permanecí un rato sin moverme del
sitio. Llegué tan cansado que no tenía fuerzas para salir dé la cabina.
Tenía ante los ojos las escenas del reciente combate. De nuevo veía
despierto los círculos de las hélices en movimiento, las franjas
amarillas, el Messerschmitt incendiado, el avión humeante de Semiónov.
Me costaba trabajo confesarme que no me había dado tiempo de protegerlo.
No me inquietaba el hecho de que el reconocimiento no me hubiese
resultado. Yo no había entablado el combate por capricho. Lo que
importaba era que regresara Semiónov...
Aleé la cabeza y no di crédito
a mis ojos: a mi encuentro corría Semiónov. Como si fuera a saltar para
descender con el paracaídas en situación de emergencia, abrí de golpe el
cierre de las correas de sujeción, me libré de ellas y salí de la
cabina.
— ¿Cómo has venido a
parar aquí? —me interrogó, extrañado. Estaba a mi lado, dispuesto a
abrazarme—. ¡Pero si te incendiaron! Vi con mis ojos cómo caía tu
aeroplano incendiado.
— No han podido —le
respondí—. Lo único que me han hecho ha sido agujerearme el aparato. Y a
mí también me pareció que te habían incendiado a ti.
— No, hombre, en mi
aparato no hay ni un agujero.
— ¿Por qué echaba humo,
entonces? ¿Es que no alargaste el paso de la hélice?
— Pues claro.
— Acabáramos. No hiciste
más que desconcertarme. ¿Y por qué te volviste al aeródromo?
— Porque el motor comenzó
a ratear, tú mismo lo notaste. Y luego, al ver que tu aparato caía, creí
que te habían derribado. Quedarse allí uno solo no era sensato... Ya he
dado parte al jefe de que has caído en el sector de Ungheni.
— Está todo clarísimo.
Vamos a dar parte de que no hemos cumplido la misión.
— ¿Y el Messerschmitt
derribado?
— No vamos a escudarnos
en eso.
Yo iba pensando, mientras
caminaba: ¿Sería posible que Semiónov se hubiese acobardado? ¿Había
decidido abandonar al amigo que casi perdió la vida por defenderlo?
Adelantándome, diré que este
pensamiento me atormentó luego mucho. Sólo la trágica muerte de Semiónov
me ayudó a ahuyentar toda clase de sospechas y conservar un buen
recuerdo de él, combatiente de las primeras legiones, de los que tan
pocos quedan vivos.
Cuando hubo escuchado las
novedades que yo di, el jefe del regimiento guardó silencio largo rato,
frotándose la frente con los dedos; animándose, dijo con jovialidad:
— ¡Magnífico! ¡Eso quiere
decir que te has persuadido de que se puede atizar leña a esos
franjiamarillos! Pero, de todos modos, hay que hacer el reconocimiento.
Monta en otro aparato y ve con Semiónov.
Como siempre, en el aeródromo
nos recibieron primero los mecánicos, y nos pusimos en seguida a revisar
los aeroplanos.
Yo iba detrás de Vajnenko y
miraba también si había impactos, en el aparato. Creí que no había
ninguno. ¡Muy bien! Me disponía ya a alejarme, cuando oí la voz del
mecánico:
— Cantarada jefe, pero si
resulta que el aparato está seriamente averiado.
— ¿Dónde? —me extrañé.
— Un cascote ha dado en
la tobera y ha despedazado las paletas del inyector. Mírelo dónde ha
quedado retenido.
— De seguro que ha sido
un cascote perdido.
— Pues si ha sido
perdido, han tenido suene usted y el aparato... Bueno, ¿ha oído lo de
Mirónov?
— No. ¿Qué le ha pasado?
Inclinándose sobre la caja de
las herramientas, el mecánico callaba.
— ¿Por qué callas? Anda,
dímelo.
— Ha muerto en el
hospital.
— ¿Konstantín?
— Y todo por culpa de
esas correas, camarada jefe.
— ¡No es posible!...
— Los camaradas acaban de
volver del entierro… Cuentan que, al aterrizar, el aeroplano tropezó en
un hoyo y capotó. Y como Mirónov no llevaba tirantes, pues los había
cortado ya en Bieltsi... En fin, que salió disparado y quedó con la
columna vertebral rota.
¡Konstantín Mirónov!... ¡La
persona con quien yo tenía más intimidad en el regimiento! Habíamos
servido juntos dos años... Me encaminé hacia el puesto de mando,
despidiéndome mentalmente de mi amigo...
Recuerdo que cuando llegué al
regimiento y me presenté, el jefe de la plana mayor me aconsejo que me
alojara en la misma casa que otros dos pilotos solteros. Encontré "el
albergue de los solteros". La dueña me recibió con amabilidad, no tenía
nada en contra de admitir a un inquilino más. Pero, haciendo una señal
enigmática hacia la puerta cerrada, dijo en ucraniano:
—
Hable con ellos.
Será como ellos digan.
Llamé a la puerta. Las voces que se oían en la habitación se callaron.
Llamé otra vez.
— ¡Adelante!—oyóse al
fin.
Entré y vi que a la mesa, en el
centro de la habitación, estaban sentadas varias personas. Dos, sin
guerrera, como los que están en su casa; los restantes, uniformados. Y
todos me miraron con recelo. Encima de la mesa tenían entremeses y
vasos.
Yo les dije quién era y quién
me había aconsejado alojarme allí.
— ¿Eres piloto, pues? —me
interrogó un mozo fornido y alto, uno de los dos que estaban en
camiseta, fijando la mirada en mis divisas de mecánico. Acababa de
recapacitarme yo a la sazón en una escuela y pasar de mecánico a
aviador.
— Sí, soy piloto
—respondí, examinando la casita. Me saltaron a la vista dos camas, bien
hechas, con sendas pilas de almohadas y fotos en las paredes enmarcadas
con toallas bordadas.
— ¿Eres piloto de verdad?
—me interrogó el otro "inquilino", un muchacho delgaducho y de escasa
altura.
Pero el "inquilino" mayor, sin
aguardar mi respuesta, puso encima de la mesa la botella que habían
escondido.
— Mi apellido es
Pankrátov —me dijo, tendiéndome la mano—. Quítate el capote.
— Yo me llamo Konstantín
—presentóse, sonriendo, el segundo—. Toma asiento. No vas a pasar la
noche en la calle. Hay bastantes almohadas.
Pankrátov llenó un vaso de
vodka y lo puso delante de mí. Todos me miraron, expectantes. Aunque yo
no era aficionado a la bebida, creí que estaría feo rechazar la
invitación. Estaba claro que se trataba de un "examen", y yo tenía que
aprobarlo.
— Hala, come algo —me
dijo Konstantín Mirónov, poniéndome delante un plato de entremeses.
Después de cenar, en la
habitación había ya otra cama con una pila de almohadas.
A la mañana siguiente madrugué
e hice gimnasia.
— ¿Quieres darnos ejemplo
de disciplina? —rezongó Pankrátov, arrebujado con la manta.
— No es ni más ni menos
que una vieja costumbre— respondí, vistiéndome para dar una carrera al
aire libre.
— ¡A-ah! —exclamó,
volviéndose del otro lado—. Si es una costumbre, sigue con ella.
La mañana era fría, animaba, y
la nieve de diciembre crujía al pisarla. Tras de dar una vuelta,
corriendo, oí que alguien me seguía. Volví la cabeza y vi a Konstantín.
Desde aquella mañana, el flacucho y débil Mirónov empezó a hacer
gimnasia todos los días conmigo y, pasado algún tiempo, llegó incluso a
apuntarse a una sección de atletismo ligero.
¡Mi joven amigo Konstantín! Ya
no estaba entre nosotros. Quedaba una tumba reciente en tierra moldava y
un buen recuerdo en los corazones de los amigos.
Volamos a atacar a las tropas
enemigas. Los alemanes estaban cruzando el río y ocupando nuestra
orilla. Había que exterminarlos sin pérdida de tiempo.
Mandaba la escuadrilla
Atrashkévich. Aunque era el primer vuelo en el que participaba la
escuadrilla en pleno, los pilotos guardaban muy bien la formación y se
sentía que tenían buena moral para la pelea.
Había mucho que hacer. Y se
contaba con todo para ello: carga completa de bombas y municiones en
todos los aeroplanos.
El camino que llevaba al cruce
del río estaba atestado de tropas enemigas: camiones con infantería,
piezas de artillería y tanques. Al aproximarnos a la zona señalada, el
enemigo nos recibió con nutrido fuego antiaéreo. El cielo quedaba
densamente tachonado de explosiones de proyectiles.
No teníamos tiempo para cambiar
de altura. Entramos en picado y arrojamos las bombas a la columna
alemana, después de lo cual les dimos una pasada de ametrallamiento. El
camino quedó envuelto en humo y luego. Uno de nuestros aviones expelió
una cola de humo, y luego llamas. La ígnea cola iba alargándose más y
más. ¡Se acabó! El aparato estallaría de un momento a otro. ¿Quién iba
en la cabina? Dejando de disparar contra el enemigo, procuramos
distinguir el número del aparato incendiado. ¿Sería posible que le
hubieran dado a Atrashkévich? Pues así había sido. El derribado era el
jefe de nuestra escuadrilla...
— ¿Qué haría? Tenía los
segundos contados. La vida del jefe de la escuadrilla dependía de ese
ínfimo lapso de tiempo ¿Saltaría para descender en el paracaídas? No, no
le daría tiempo. Era muy poca la altura. Además, la cabina ya estaba
envuelta en llamas.
¿En qué pensaría Atrashkévich
en aquel instante? Eso no lo sabía nadie ni lo sabría jamás. ¿O lo
habrían matado en el momento de salir del ataque? No, por lo visto,
estaba vivo. Pues el aparato salió del picado y voló unos segundos en
línea recta. Por consiguiente, volaba dirigido. Lo más seguro era que
Atrashkévich condujera conscientemente su avión en llamas a lo mas denso
de los camiones enemigos.
Nos lanzamos rabiosos contra
los antiaéreos. Vengamos con todo el odio que nos invadía la muerte de
nuestro jefe y amigo. Luego yo reuní la escuadrilla y volvimos a dar una
pasada por encima del lugar de la muerte de nuestro jefe para rendirle
los últimos honores con sendos alabeos.
Cuando retomamos al aeródromo,
rodé hacia el estacionamiento, salí de la cabina y dejé encima del ala
el paracaídas. Aguardé que acudiera alguien. ¿Quién sería el primero a
quien yo notificaría la dolorosa pérdida? ¿En los ojos de quién vería yo
el reflejo de mi dolor?
Vi a alguien a lo lejos. Pero
no corría. Caminaba lento como si llevase pesas de plomo en los pies.
Era el mecánico de
Atrashkévich. Por lo visto, le había dado la corazonada de que había
sucedido algo grave, irreparable.
Yo comprendía muy bien el
estado de su alma en esos momentos. Yo también había sido mecánico y
preparado centenares de veces para los vuelos el aeroplano de mí jefe y
compañero, que se confiaba en todo a mis ojos, a mis manos y a mis
conocimientos.
¡Qué gente tan magnífica son
los mecánicos! Se retiran los últimos del aeródromo y acuden los
primeros, antes de amanecer. Endurecidas las manos, negras del aceite y
la gasolina, tocan con sumo cuidado y suavidad el motor del avión, como
pudiera hacerlo sólo un cirujano cuando palpa el corazón de un pariente.
Ahora, cuando volábamos tanto y
regresábamos de cada vuelo con impactos y desperfectos producidos por
las balas enemigas, los mecánicos tenían muchísimo que hacer y que
sufrir. Estaban siempre con el alma y el pensamiento a nuestro lado, en
los combates.
Cuando el mecánico despide a su
piloto, que va a cumplir algún servicio de guerra, está preocupadísimo
hasta que él vuelve. Es quien atisba con más pertinacia el cielo y tiene
el oído más atento que nadie al ruido del motor de su aeroplano. Por eso
nosotros, los aviadores, compartimos todas nuestras alegrías y penas con
nuestros fieles compañeros de guerra. Cuando se detuvo junto a mi avión,
el mecánico de Atrashkévich me interrogó con voz compungida:
— ¿Qué le ha ocurrido,
camarada primer teniente?
— Ha perecido —repuse—.
Lo ha derribado un antiaéreo.
El mecánico bajó lentamente la
cabeza.
Se entregaba por entero al
trabajo, se pasaba las noches medio en vela para que el aparato jamás
fallara en nada al piloto.
— ¡Vengue la muerte de
Atrashkévich en ellos! ¡Vénguelo! —fue lo único que pudo decir y, sin
alzar la cabeza, se encaminó con paso cansado hacia el lugar de
estacionamiento del avión que no había regresado.
Yo sabía que, lo mismo que a
mí, lo único que le impedía llorar era el orgullo masculino.
Llegó el coche del jefe del
regimiento. Cuando se apeó, Ivanov recorrió con la mirada las caras de
los aviadores reunidos y comprendió al punto lo sucedido.
Le
di brevemente las novedades de todo lo ocurrido. Se fueron acercando más
y más hombres...
— Loada sea su memoria
—dijo, entristecido, Ivanov, y todos guardaron silencio.
…Este héroe no tiene tumba. En
cambio, ha quedado en la memoria de sus amigos de pelea, que perpetuarán
su nombre. Cada uno de nosotros sufría una sed insaciable de vengarlo.
— ¡No hay que amilanarse!
—animó a los aviadores el jefe del regimiento—. Pokryshkin, tome usted
el mando de la escuadrilla.
— ¡A sus órdenes!
Así recayó sobre mis hombros la
responsabilidad por toda la escuadrilla, por el personal y el material
volante. ¿Sabría remplazar bien a Atrashkévich?
Años enteros, en invierno y en
verano, hiciera el tiempo que fuese, nos habían enseñado a aproximarnos
a la "T" con el motor a ralentí y tomar tierra exactamente junto a esa
señal a una distancia máxima de varios metros. Prolongar el planeo,
dando más revoluciones al motor, era una burda infracción de las reglas.
Incluso la acrobacia de alta escuela y el tiro —lo principal para el
piloto de caza— quedaban en segundo plano frente a este elemento del
vuelo. Aun así, no lodos los aviadores conseguían aterrizar sin rebasar
los límites de distancia tolerada de la "T". Por lo que a mí respecta,
no me agradaban mucho esos entrenamientos interminables de aterrizaje.
Embotaban el sentido de responsabilidad por el cumplimiento de otros
elementos de la técnica del pilotaje.
Pues bien, henos aquí en un
campo de pequeñas dimensiones en declive ¡Que probase alguien a tomar
tierra sin tocar la manecilla del acelerador después de un intenso vuelo
de guerra, y más aún con el aeroplano averiado!
Decidí hablar sin demora con
los pilotos sobre el aterrizaje. Al comienzo de la guerra, hube de
corregir varias veces el cálculo del aterrizaje, sosteniendo el planeo
con ayuda del motor, y no me salía mal. Este día de que hablo también
aterricé, prolongando algo el planeo con el motor. Tenía que participar
mi experiencia.
Cuando llegué a la chabola,
donde estaba el puesto de mando, los aviadores discutían con calor.
— ¡Qué vienes siempre con
esa cantinela de "si fuera así y no asá"! —decía Diachenko a
Lukashévich—. Sí los políticos occidentales pensaran en el pueblo, y no
en las talegas de dinero, hace tiempo que habrían parado los pies a
Hitler ¿Te acuerdas de Munich?
— ¡Me acuerdo de la
llegada de Ribbentrop a Moscú y de su rufianesca sonrisa en las
fotos!—repuso con rabia Diachenko—. El acuerdo con nosotros lo
necesitaban de pantalla. Tapándose con él, acercaron sus tropas a
nuestras fronteras e incluso volaron sin el menor decoro sobre
territorio soviético. ¡Y nosotros cumplíamos a rajatabla todos los
puntos del mismo!...
Los pilotos se enardecieron con
la discusión. Yo miré alarmado a la patrulla de guardia por ver si se
discutía allí también. Pero no, todos los aviadores estaban en las
cabinas de los aparatos.
Minutos después de la discusión
en torno a los grandes problemas estatales, remontamos el vuelo a
cumplir una misión de guerra. Había que resolver ahora estos problemas
con ametralladoras y bombas.
La mañana amaneció encapotada.
Una densa niebla cubría el suelo. En el aeródromo apenas se veía el
avión que se encontraba a escasa distancia.
Más tal vez allá, en Besarabia,
tras el Dniéster, donde se combaría, hiciese otro tiempo completamente
distinto. ¿Quién respondería a esta pregunta? Nadie podía comunicar
desde allá, aunque sólo fuese en pocas palabras, qué tiempo hacía. Los
propios pilotos debían agenciarse combatiendo, realizando una proeza,
los datos que precisaban.
El jefe del regimiento envió a
Dubínin a explorar el tiempo que hacía al otro lado del Dniéster.
Un I-16 corrió por el campo y,
sin despegar aún de la tierra, desapareció en la niebla. Su rugir nos
llegaba ya desde las alturas y lo recibimos como algo alarmante. Lo
oímos alejarse hasta que el ruido se extinguió por completo. Desde ese
momento comenzaba la espera. Pasada una hora sabríamos exactamente qué
tiempo hacía sobre el Prut, allí donde avanzaban por las carreteras las
tropas enemigas.
Al cabo de una hora… u hora y
medía... pues el I-16 cargaba suficiente combustible para ese tiempo de
vuelo...
Había transcurrido ya hora y
media. Dos... Tres horas... Y el cielo callaba.
Los pilotos esperábamos junto a
nuestros aparatos, puestos los cascos. Necesitábamos sólo unas palabras
sobre el tiempo. No hacíamos más que pensar en Dubínin. Cada uno de
nosotros esperaba que no le hubiera pasado nada, que hubiese aterrizado
en otro aeródromo o sobre "la panza" en un campo. Pues lo peor... es tan
múltiple y tan inesperado...
De lo que le pasó a Dubínin nos
enteramos dos días después. Mejor dicho, nos enteramos sólo de los
sucesos instantáneos y trágicos que tuvo en varios minutos de su vuelo.
La visibilidad sobre Besarabia,
por donde revoloteaban Messerschmitts desde la mañana, era muy buena.
Una pareja de ellos divisó el aeroplano soviético que iba solo. Nadie
sabía si Dubínin combatió con el enemigo o no. Quien nos habló de él
sólo vio qué su aparato huía de la persecución de los Messer, pegándose
a tierra. Estos le atacaban por la cola y le disparaban, turnándose.
Nuestro caza maniobraba y esquivaba las balas enemigas. Por lo visto,
eso acabó de enfurecer a los adversarios, que comenzaron a atacarle por
ambos flancos a un tiempo. Pero incluso entonces nuestro caza lograba
rehuir el luego de puntería.
Dubínin volaba ya sobre
territorio soviético no ocupado, y el terreno le ayudaba a defenderse de
los contrincantes. Se pegaba más y más a él. Ahora bien, existe un
límite de proximidad. Y precisamente en el momento en que uno de los
Messerschmitts adelantó y atacó a Dubínin de frente, el aeroplano de
éste rozó a gran velocidad un almiar de heno y capotó. Y el
Messerschmitt se estrelló contra nuestro caza. Dubínin salió despedido
de la cabina con trozos de las correas de sujeción arrancadas.
Los dos cazas se inflamaron
como antorchas. El alemán no tuvo suerte: ardió entre los restos de su
aparato. A Dubínin lo recogieron y llevaron al hospital los campesinos
que nos contaron lo sucedido.
Mientras tanto, nosotros
aguardábamos noticias del tiempo que hacía en Besarabia...
Cuando se disipó la niebla, el
jefe del regimiento condujo dos patrullas a dar un asalto a las tropas
enemigas.
Llegamos al fin sobre el
objetivo, la columna de tropas enemigas se prolongaba varios kilómetros.
Iba protegida por un Henschel-126. Ivanov lo atacó sobre la marcha y lo
incendió. Al corrector de tiro enemigo no le dio tiempo ni siquiera de
maniobrar.
Uno de nuestros aviadores
persiguió al Henschel incendiado y abrió fuego. ¿Para qué? Pero aún fue
más extraño lo que siguió: nuestro caza se acercó casi hasta rozar el
aeroplano enemigo. Estaban ya a punto de chocar. El aviador viró
bruscamente, pero el aparato, cual sí fuera un caballo testarudo y
desbocado, dio una voltereta y se estrelló contra el suelo. El Henschel
cayó algo más allá.
Por el número del avión supe
que había perecido Semiónov. ¡Qué muerte tan absurda!
El jefe del regimiento condujo
al grupo al asalto de la columna alemana. Miré y elegí objetivo: un
largo camión cubierto que llevaba pintado el distintivo de la aviación
alemana. Apunte y lancé las bombas. Di otra pasada y apreté con odio los
gatillos.
No se me iba de la cabeza lo
sucedido a Semiónov. No sé por qué, me acuerdo de nuestro primer vuelo
jumos, cuando su Mig empezó de pronto a echar humo y yo me creí que lo
habían averiado.
— ¿Es que no alargaste el
paso de la hélice? —le interrogue luego, en el aeródromo.
— Pues claro...
La respuesta de Semiónov me
pareció extraña. ¿Por qué el piloto no había hecho todo lo que debía?
¡Era una regla elemental de explotación del motor! En esta ocasión su
negligencia le había resultado fatal. Tiró con demasiada fuerza de la
palanca y, como el avión iba a poca velocidad, no pudo, naturalmente,
recuperar altura.
Creyérase que todos los pilotos
sabían que el Mig-3 es un aparato duro de dirigir y no tolera maniobras
bruscas a poca velocidad. ¿Por qué Semiónov había olvidado esa verdad
axiomática? Por lo visto, no todos nuestros camaradas habían dominado a
la perfección el nuevo caza. Así, las pagábamos por nuestra ineptitud.
La columna alemana quedó muy
mermada. En la carretera ardían docenas de camiones. Pero nosotros nos
enfrascamos demasiado en el ametrallamiento, pues los cazas enemigos
podían aparecer de un momento a otro. Antes de dar cada pasada, yo
miraba con recelo la nube grande que venía del suroeste. Les sería
cómodo atacar desde ella.
Allí los teníamos ya. Eran
muchos. La situación cambiaba. Había que entrar en combate y replegarse,
defendiéndonos... Los contendientes nos dividimos de golpe en varios
focos. Sin darme cuenta, me vi solo, dando virajes horizontales entre
cuatro Messerschmitts. Las nubes me impedían ascender en la vertical. Al
de atrás lo vería de un momento a otro en mi colimador. Doblé el morro
del Mig cuanto pude, tiré más para ganar aunque sólo fueran unos
centímetros, pero mi aparato, sin poder mantener esa posición, entró en
barrena. Salí de la barrena y, tomando velocidad, me metí en una nube.
Estaba tan oscuro como si fuera
de noche. Una ráfaga de viento por poco me sacó de la cabina. Quedé
colgando de los tirantes. Noté que algo me golpeaba en la frente. La
cabina no llevaba cubierta, pues lo había perdido en el combate del día
anterior. ¿Serian balas? ¿Por qué, entonces, yo seguía vivo? No veía
nada. Salí de la nube y pasé por el lado de los cazas enemigos. Volví a
ascender y, virando en la vertical, ametrallé desde abajo al Messer más
cercano. Echó humo, mejor dicho, una franja blanca. Lo había averiado
nada más. ¡Qué pena que yo no llevara ametralladoras en las alas! De
haberlas llevado, el Messer habría caído en el acto. ¡A alcanzarlo y
rematarlo! Pero ya se me había pegado a la cola otro avión alemán. Un
nuevo picado y otra candela. Los restantes Messers se enfriaron y se
alejaron.
¿Dónde estarían los nuestros?
No veía a ninguno. Tenía que retirarme yo también.
Regresé al aeródromo y miré.
Recordé los incidentes del vuelo. Me pareció extraordinariamente largo,
pues eran muchos los pormenores e impresiones que habían pasado por mi
conciencia y se me habían grabado en el alma. Había perecido Semiónov...
Por tanto, quedábamos ocho en la escuadrilla... ¿Qué me había golpeado
en la cara? De seguro que dentro de la nube rodaban, formándose, piedras
de granizo. ¿Dónde estaba la escuadrilla?
Vi siete aviones en el
aeródromo. No sé por qué, uno había quedado en el extremo de la pista de
aterrizaje. Al tomar tierra, se salió de los límites del campo, metió
las ruedas en un hoyo y se le torció la hélice. Con razón se dice que
las desgracias no vienen solas.
Los "zancudos", como llamábamos
a los aviones Ju-87 por las patas del tren de aterrizaje, que no se
replegaban, al ver a nuestros siete cazas, arrojaron desordenadamente
las bombas y volvieron a casa. Aún con todo, nos dio tiempo a derribar
dos aparatos.
Se nos echaron encima unos
Messerschmitts, que acudieron prestos. Uno de ellos logró entrarle a
Diachenko por la cola y dispararle una ráfaga con puntería. Lukashévich,
que volaba al lado, se lanzó en su ayuda, pero tardó. Bien es verdad que
derribó a este fascista, pero ya después de que él hubiera atacado a
nuestro Mig. Virando sobre el ala, el avión de Diachenko se desplomó en
un picado, Esperamos que el piloto descendiera en el paracaídas, mas se
demoraba demasiado. "¡Salta! ¡Salta!" —grité con todas mis fuerzas, como
si Diachenko pudiera oírme en realidad.
Cerca ya del suelo, el avión
salió del picado y viró hacia oriente Lukashévich lo alcanzó y lo
acompañó hasta el aeródromo.
Guando aterrizamos nos
enteramos de que Diachenko había internado abandonar el aparato, pero no
había podido hacerlo. Resultó que durante el picado era imposible abrir
la cubierta. Después de este caso, todos nosotros empezamos a volar con
la cubierta abierta. Yo la había perdido mucho antes de que se
descubriera su defecto.
El Estado Mayor de la división
había ordenado asaltar a las tropas enemigas entre Ungheni y Bieltsi. Al
recibir la orden por teléfono, noté que se aproximaba un nublado de
tormenta y, por eso, aquel día oscurecería antes de lo ordinario. El
jefe del regimiento prometió comunicar mis razonamientos al jefe de la
división. Pasados unos minutos sonó el timbre:
— ¡Emprendan el vuelo a
toda costa!
Sí, había que remontarse en el
acto.
Fuimos al encuentro de un
extenso nubarrón. Teníamos delante un negro muro surcado de rayos. Dudé
un instante del éxito del vuelo. Lo mejor sería dar la vuelta y tomar
tierra en el aeródromo. Pero me acordé en el acto del carácter del jefe
de la división. Cada visita suya acababa en una bronca a alguien, en la
destitución de alguno o en sanciones a varios. Cuando, ante la prueba,
ante la tormenta, recuerda uno en vuelo de guerra a su máximo jefe tal y
como es, cuando recuerda que su jefe máximo es precisamente así,
entonces piensa en los castigos y en las rudas palabras prontas a
escapársele a él de la lengua, pierde la serenidad y la sensatez ante el
cumplimiento de su servicio y lo cumple casi de manera formalista. Si
yo, al verme delante de una nube tormentosa, retorno al aeródromo, el
jefe de mi división no me creerá que no lo haya hecho por terquedad. Y
hasta puede acusarme de cobarde.
Antes de la guerra tuve ocasión
de ver caer un rayo en un avión y arder éste como una cerilla en su
desplome. Busqué una nube menos densa y me dirigí a esa ventana tapada
por una rejilla de lluvia.
Allí, tras el negro muro, hacía
un tiempo magnifico: delante mismo de nosotros, tras el horizonte, se
ponía el sol, y en los húmedos caminos brillaban los charcos y los
cristales de los automóviles y camiones alemanes.
He dicho antes que uno "cumple
su servicio casi de manera formalista". Mas no. cuando pasa uno volando
por encima de las formaciones del enemigo y tiene armas en las manos,
entonces no queda lugar para la indiferencia. Las balas y los
proyectiles disparados contra el enemigo jamás hacen impacto de manera
"formalista". Atacamos a las tropas alemanas, dándoles varias pasadas, y
tomamos el rumbo de regreso.
De nuevo tuvimos delante un
nubarrón tormentoso, más denso aún. No se vislumbraba ningún claro. Nos
metimos de frente al buen tuntún. Del día pasamos directamente a la
noche. Un relámpago rellenó la negra oscuridad de lluvia con cegadora
luz. Un relámpago fulgía al lado, pero no pensábamos en él. Uno se
preocupaba sólo de no desviarse del rumbo: por allí cerca volaban los
compañeros. Los instrumentos de a bordo no se veían.
El instante fue muy largo.
Delante se vislumbraba ya la luz. En la penumbra se veían los contornos
de la localidad. La patrulla de Figuichov salió de las nubes al lado de
la mía. Después de tanta oscuridad, agradaba ver todos los aeroplanos de
la escuadrilla.
No obstante, a este lado del
nubarrón era ya de noche en realidad. ¿Adónde volar? ¿Cómo llegar a
Mayakí? Lo mejor sería encontrar el ferrocarril, seguirlo hasta Kotovsk
y desde allí, el aeródromo estaba a cuatro pasos.
La escuadrilla me siguió
durante cierto tiempo. Más, ¿qué era eso? Figuichov se desvió de pronto,
y sus puntos lo siguieron. ¿Adónde conducía la patrulla? ¿Qué
arbitrariedad era aquélla?
Me lancé en pos de ellos, pero
los aeroplanos parecían desvanecerse en la oscuridad. Convencido de que
no tenía objeto buscarlos, tomé rumbo a Mayakí.
Aterrizamos de noche, con la
luz de los faros. Figuichov no estaba en el lugar de estacionamiento. El
mecánico me hablaba de una cosa, y yo pensaba en otra. De toda la
escuadrilla había retornado al aeródromo una pareja nada más. ¿Dónde
habrían aterrizado los otros aviones, adonde los habría dirigido
Figuichov? ¿Qué pasaría si se extraviaban e iban a parar a Besarabia?
¡No podía ser! Allí, en occidente, relampagueaba la tormenta
interminable, seguro punto de orientación. ¿Y si habían aterrizado en
algún aeródromo vecino? De todos modos, debían haber dado señales de
vida.
Llegué al puesto de mando,
agobiado por pensamientos tristes. Ivanov comenzó a telefonear a los
aeródromos, y yo estaba de pie, maldiciendo a Figuichov. No aparecía por
ninguna parte, ni en Grigoriópol ni en Kotovsk.
Ivanov colgó el auricular y
dijo:
— ¡Vamos a cenar! Mañana,
cuando amanezca, todo se aclarará.
— Pues claro que
aparecerán —me tranquilizó Matvéiev, metiendo en una carpeta unos
papeles—. Camarada comandante, Sokolov ha llegado.
— Me alegro mucho de que
haya llegado —concluyó Ivanov y me miró atento.
— ¿Por qué nos envió tan
tarde de servicio? —le interrogué con voz desfallecida.
— Mañana vendrá aquí él,
en persona, y se lo preguntas —me respondió—. ¿Entiendes?
— Entiendo.
— Vamos.
El comedor estaba ya lleno de
gente. A la mesa de nuestra escuadrilla estaba sentado Anatoli Sokolov
solo. Sonriéndose, dio unos pasos a mi encuentro, pero, al verme más
tenebroso que un nubarrón, interrogó preocupado:
— ¿Qué ha ocurrido?
Cuando yo le conté que había
perdido la patrulla de Figuichov, él hasta se echó a reír:
— ¡Anda allá! Pues yo
creía que había ocurrido alguna desgracia de verdad.
— Sí, una desgracia y no
pequeña.
— ¡Déjate de lloriquear!
Ya aparecerán. En la guerra hay de todo, y a todo hay que acostumbrarse.
En Mongolia, aterrizamos en medio del desierto. Solía ocurrir que
nuestro piloto, al descender con el paracaídas, chocaba con el japonés,
que él había derribado, en la misma estepa desierta. Allí peleábamos ya
con cuchillos... Y aquí, todo en derredor es tierra nuestra. De manera
que mañana acudirán como los buenos. Vamos a ponernos a tono —dijo,
aproximándome un vaso con cien gramos de vodka.
— ¿Has acabado los
cursillos? —le interrogué.
— ¡De qué cursillos se
puede uno preocupar ahora! Me han dejado marchar, a duras penas lo he
logrado.
— ¿Qué tal marchan las
cosas en la ciudad?
— Calma absoluta.
— Yo necesitaría un día
de esa calma.
— Pues yo no he podido
soportarla.
Junto a nuestra mesa se detuvo
Nazárov, el jefe de la tercera escuadrilla. Haciendo una seña a los
sitios desocupados, dijo con irónica sonrisa:
— ¡Oh, resulta que el
jefe está aquí! Pues yo creía que no estaría. Vaya situación: mucha
bebida y pocos bebedores.
Yo sabía que Nazárov me tenía
ojeriza. Pero habían transcurrido casi dos años desde que ocurrió el
caso que lo sacara de sus casillas.
Al volver de la escuela al
regimiento, fui incluido en su patrulla. Mirónov y yo éramos sus puntos.
Un día, por negligencia del jefe, faltó poco para que chocásemos en el
aire. Nazárov fue castigado severamente y nos designaron para jefe a
otro aviador.
— Déjame —dije,
tranquilo—. Antes de verte ya me dieron náuseas.
Tras hablar con Sokolov, volví
al aeródromo para telefonear. Cuando comuniqué con el Estado Mayor deja
División, contestó de improviso el jefe.
— ¿Quién es? —interrogó.
— El primer teniente
Pokryshkin.
— ¿Pokryshkin? ¿Dónde
está tu escuadrilla?
Intente explicárselo todo por
orden, pero sentí en seguida que el jefe de la división ponía otro
sentido en su pregunta. Me dio a entender que toda la culpa de lo
ocurrido la tenía yo.
Retorné del aeródromo
entristecido. Cuando me acostaba, pensé en Figuichov.
A la mañana siguiente, nuestro
jefe "legítimo", Sokolov, tomó el mando de la escuadrilla. Le conté cómo
marchaban las cosas, le hablé de los éxitos de los supervivientes y de
la valentía de los perecidos en los combates. Conversando, echábamos
ojeadas al cielo, por ver si volvía la patrulla de Figuichov. Ya nos
habían comunicado que había aterrizado en el aeródromo de Kotovsk.
Me llamaron de pronto al puesto
de mando. Me presenté y vi al lado del comandante Ivanov, al jefe de la
División, que intentaba demostrar algo, agitando los brazos. Su rostro
mofletudo mostraba desagrado.
— ¿Dónde está tu
escuadrilla? —interrogó secamente cuando me presenté.
La misma pregunta me había
hecho el jefe de la división el día anterior. Yo le respondí que la
patrulla de Figuichov debía volver pronto al aeródromo y que los otros
pilotos estaban poniendo en orden los aviones.
— De lo de Figuichov
estoy enterado sin que tú me lo digas —dijo, interrumpiéndome—. ¿Por qué
has dejado que se pierda parte de la escuadrilla? ¿Callas? El jefe ha de
responder por todo —y, volviendo la cara hacia Ivanov, agregó en el
mismo tono—: Prepara la orden para destituirlo de jefe de escuadrilla.
— No es jefe, sino
subjefe —aclaró tranquilo Ivanov.
— ¡Lo destituiré también
de subjefe! ¡No he olvidado de cómo ametralló el Su-2!
— ¡Por el Su-2 estoy
dispuesto a responder, camarada jefe de la división! —repliqué—. Pero en
este caso la culpa no es mía.
— ¿De quién es, pues?
¿Acaso mía?
No respondí.
— ¡Combatimos mal!
—prosiguió el jefe de la división—. ¡Los alemanes ya están junto a Minsk
y Leningrado!...
— La culpa no es sólo de
los aviadores...
— ¿Qué estás diciendo?
¿Cómo te atreves? ¿Quién te ha permitido razonar así? Ten presente que
cuando premie al personal, tú no recibirás nada.
— Yo peleo por la Patria,
camarada jefe de la división —respondí, sin poder contenerme.
Sobre el aeródromo apareció la
patrulla de Figuichov. Mas, pese al rugir de los motores, oí bien que el
jefe de la división, de mal genio, había ordenado que me destituyeran de
subjefe de escuadrilla.
— ¿Da su permiso para
retirarme?
— ¡Puede retirarse!
Salí con un peso abrumador en
el alma. Quería volar al mismísimo infierno y arder en él sin dejar
rastro.
— ¿Qué tal te ha ido? —me
interrogó Sokolov, saliendo a mi encuentro.
Le conté en pocas palabras el
fondo de mi discusión con el jefe de la división.
— ¿A santo de qué has
discutido con él? —me reprochó el jefe de la escuadrilla.
— Qué más da —respondí,
haciendo un aspaviento—. Si no es hoy, ¡será mañana cuando me derriben
de un pepinazo los antiaéreos o algún "flaco"!
— Con esa moral no se
puede pelear, amigo. Ve a descansar.
Se acercó Figuichov, sonriente.
Sokolov no le dejó acabar de dar las novedades y le preguntó, severo:
— ¿Por qué te apartaste?
— ¿A dónde creerá usted
que nos conducía? —respondió él, haciendo una seña con la cabeza en mí
dirección.
— No eche las culpas a
otros —indignóse Sokolov de su tono de autosuficiencia—. ¡En Jaljin-Gol
mandaban a los tribunales a los que cometían esos actos de indisciplina!
¿Entiende?
En la morena cara de Figuichov,
enmarcada con patillas largas, se pintó la perplejidad: ¿Habría mentado
Sokolov en serio lo de los tribunales?
— ¿Entiende usted? —alzó
la voz el jefe de la escuadrilla.
— Entiendo, camarada
primer teniente.
— Pues si lo entiende,
¡no lo olvide! Vaya y prepárese para emprender el vuelo.
— ¡A sus órdenes!
—Figuichov se dio media vuelta mejor que nunca y se alejó.
Diachenko puso en marcha el
motor de su aparato, que rugió sonoro y alegre. Este ruido y la enérgica
voz del jefe de la escuadrilla obraron como calmantes. |