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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

LAS PRIMERAS PRUEBAS

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La camioneta nos llevaba al aeródromo al despuntar el alba. Íbamos todos adormilados, sin decir palabra, pensando en las penosas impresiones del día anterior y en las que nos esperaban el que comenzaba. Estos pensamientos nos quitaron el sueño y el cansancio.

La camioneta nos fue dejando a cada uno junto a nuestro aeroplano. Salté a tierra y vi al mecánico Vajnenko haciendo algo en la cabina del Mig. Retumbó el rugido del motor y, luego, un pespunte de balas trazadoras hilvanó el cielo. En tiempos de paz estaba prohibido probar así las ametralladoras.

El mecánico saltó de la cabina y me informó de que el aeroplano estaba listo para el vuelo. Había llegado mucho antes que yo pese a que la noche anterior, cuando nos retiramos a descansar, el aún se quedó en el aeródromo. Señalando con la mirada la tienda extendida debajo de un ala dijo:

 —      Eche un sueñecito, camarada jefe.

No quise tenderme. Las palabras "camarada jefe" me recordaron en el acto que yo era el subjefe de la escuadrilla y respondía por los demás.

Amanecía. Rugían los motores y tableteaban las ametralladoras a cortas ráfagas. Miré al puesto de mando por ver si salía de allí el coche del jefe del regimiento y pensé en la opinión que se habría formado de mi por el caso de ayer y si me confiaría algún servicio de guerra.

El primer vehículo que se vio en el camino fue una camioneta y no el coche del jefe del regimiento. De lejos se distinguían las llamativas pañoletas de las camareras. Nos traían el desayuno.

...Aún no se habían terminado de beber el café todos los pilotos, cuando los jefes de las escuadrillas nos llamaron a su lado. Yo recibí la misión de salir en pareja con el alférez  Semiónov a explorar el Prut entre Ungheni y Stefanesti para ver si se había tendido por allí algún paso sobre el río.

Interrogué por qué no me daban de pareja a Diachenko o Dovbnia, uno de mis puntos permanentes. Metiendo el mapa en el portapliegos. Atrashkévich me respondió en voz baja, para que no lo oyeran otros:

—       Semiónov tiene más experiencia; ayer peleó ya. Los alemanes hasta le sellaron el carnet de identidad.

El alférez Semiónov apartó la vista del portapliegos, alzó la cabeza, y yo te vi un rasguño largo y rojo en el mentón. Recordaba la huella que deja el contacto de una varilla de hierro candente.

—       Le rozó una bala —explicó Atrashkévich.

—       Mejor hubiera sido que señalara él al alemán.

—       Semiónov también disparó. Quién sabe, tal vez con mejor fortuna que el alemán.

Nos remontamos sobre la vasta estepa, llena de sol matutino. A la altura de mil quinientos metros puse el aparato en vuelo horizontal. Era el segundo servicio de reconocimiento que hacía y ya sabía que esa altura era la más ventajosa. Proporcionaba buena visibilidad y permitía presentar cómbale y maniobrar bajo el fuego de los antiaéreos.

Llegamos al Prut. Desde la otra orilla nos disparaban los antiaéreos, estampando en el ciclo las trayectorias de los proyectiles. El río estaba cubierto de ralas nubes. Volábamos por la parte de acá. Veíamos bien y, por el momento, no se notaba ningún paso.

Viramos estrictamente al norte, atisbando a todos lados, como si tuviésemos la cabeza articulada con charnela, y avizor el ojo para no descubrir demasiado tarde la aparición de aviones enemigos. Quien tiene pereza de vigilar el firmamento, lo paga caro.

A la izquierda, a la misma altura que nosotros, vi tres Messerschmitts. Y algo por encima, otros dos. ¡Cinco en total! Había que decidir instantáneamente qué hacer. ¿Los veía Semiónov? Alabeé y, enfilando el morro del aparato hacia el enemigo, le advertí por dónde habían aparecido los cazas adversarios. Semiónov me respondió que los veía. Sentí que aguardaba mi decisión. Aunque el peligro era igual para los dos, yo, a pesar de todo, era el superior, como suele decirse, el "camarada jefe". Recordé la advertencia: “¡No entréis en combate! ¡Limitaos exclusivamente al reconocimiento!”

Volví la vista y noté que los Messers nos daban alcance. No podíamos seguir pasivamente el vuelo, pues nos derribarían. Viré, Semiónov me siguió, Los dos que volaban por encima de nosotros también se apartaron algo, probablemente, para atacar. En ese momento yo no veía más que el aparato central de la primera patrulla. Volaba raudo a mi encuentro. Al ver los aeroplanos enemigos con las franjas amarillas despertóse en mi seno algo de fiera.

Alargue el paso de hélice y metí motor a fondo. Mi Mig dio un tirón. La brusca aceleración de la velocidad me comunicó una decisión inflexible. "¡Que no se rezague Semiónov!"

Debido a la gran velocidad, los Messerschmitts se agrandaban a ojos vistas. Abrimos fuego casi al mismo tiempo. Las trayectorias de las balas, nítidas y brillantes las mías, rojizas y humeantes las del enemigo, se cruzaron por encima de nosotros y desaparecieron en el aire. En ese instante comprendimos que el ataque frontal no es más que la entrada en combate y que ninguno lo abandonaríamos voluntariamente.

Recurriendo a mi método preferido, tiré bruscamente de la palanca, ascendiendo casi en vertical. Había que tomar altura. Una idea me machacaba la mente: "Son cinco. Tres aquí. Dos encima. Semiónov, ¿dónde está Semiónov?" Como en el ascenso yo había quedado tendido de espaldas, mi visibilidad era limitada. No sólo había perdido de vista a Semiónov, sino que tampoco veía ni adversario... Perdí velocidad. Incliné el avión sobre el ala derecha. Yo había pensado la maniobra en el momento de iniciar la candela. Estaba seguro de que los Messerschmitts, después del ataque frontal, se apartarían, dando un viraje de combate a la izquierda. Sólo a la izquierda. Nuestros pilotos también habían adquirido esa costumbre y tenían mejor entrenado dicho viraje. Enderecé en la horizontal y vi que los alemanes habían quedado debajo de mí, pegaditos los puntos a su jefe; pero lo principal era que habían quedado por debajo de mí. La abrupta candela, que me nubló la vista, y el viraje a la derecha, inesperado para el enemigo, me dieron ventaja.

Los fascistas lo comprendieron, y los tres aguardaron mi ataque. Apunté al de atrás. Cuando lo tuve a distancia ventajosa y no me restaba sino afinar la puntería, una ráfaga de balas pasó rozando el fuselaje de mi aparato. Miré y vi que los dos Messerschmitts que tenía encima se habían colocado a mi cola como un sable blandido para descargar el golpe. Volví a tomar la vertical ascendente. Sólo con esa maniobra podía esquivar el fuego y conservar la ventaja. De nuevo una fuerza inmensa me oprimió contra el asiento y me nubló la vista. Más de algo había de servirme el entrenamiento diario para soportar las sobrecargas, pese a que Zhiznievski siempre me recriminaba por estas "piruetas". Yo me regía por los consejos de los avezados pilotos que ya habían combatido: "Cuanto más a menudo soportes las sobrecargas, tanto mejor preparado estarás para los verdaderos pugilatos aéreos".

Miré al tablero de los indicadores: la velocidad aún se mantenía bien. Cuando el aparato llegó casi al tope pasado el cual podía entrar en barrena, lo incliné con brusco movimiento sobre el ala. Quise gritar: "¡Ahora vamos a vernos las caras! Habéis temido las sobrecargas y ascendido en ángulo después del ataque. ¡Por eso os veis ahora debajo de mí, malditos cuervos! ¡Ahora soy yo el amo!"

Comencé a enfilar el aeroplano para el ataque y vi a Semiónov. Al no haber repetido mis figuras de acrobacia ni la primera ni la segunda vez, se quedó apartado y muy por debajo de mí. Más, ¿por qué su aparato volaba "panza" arriba? ¿Por qué iba dejando un reguero de humo azul? ¡Qué raro! De pronto vi un Messerschmitt detrás de Semiónov. Lo comprendí: le había hecho impacto y repetía el ataque.

Perdí de pronto la sensación del peligro. En aquel momento lo principal era acudir en auxilio del compañero... Sin titubear, lancé mi Mig cual meteoro de tres toneladas y media de peso contra el Messer que perseguía a Semiónov. Los dos alemanes que acababan de pasar por mi lado de seguro que interpretaron mi picado como una fuga. Que se lo creyeran. Yo no les prestaba ya atención. Al salir del picado, mi aparato dio un profundo patinazo y me vi por debajo del Messerschmitt pegado a la cola de Semiónov. Tuve tiempo de atacarle por debajo. Una ráfaga, otra... El aparato alemán se encabritó, pero se incendió en el acto, inclinándose, y se desplomó como un pedrusco.

¡Él avión enemigo ardía como una antorcha! Yo no podía apartarla mirada de él. Hasta bajé un poco el morro del mío para ver mejor dónde caería y estallaría. En esos momentos yo había olvidado por completo el peligro.

Un breve y seco tableteo interrumpió el curso de mis reflexiones. No sé qué fuerza hizo girar mi aparato sobre su eje longitudinal y quede cabeza abajo. Lo enderecé y vi qué un Messer había pasado como una centella hacia adelante, y el otro me entraba por la espalda para atacar. ¡Era la pareja que yo había dejado! ¡Me había descuidado, y ellos me sorprendieron!

Mi aparato había quedado muy malparado. En el ala derecha se veía un gran agujero. Menguaba tanto la fuerza de sustentación, que el aparato tendía constantemente a invertirse. Otro proyectil me había dado en el plano central.

¿Dónde estaría Semiónov? ¡Cuánta falta me hacía ahora su apoyo! Claro que no me daba por perdido Aunque el aeroplano estaba averiado, aun podía pelear. También me quedaban combustible, municiones y. lo principal, furia. Además, veía que estaba sobre territorio propio. En último caso...

Hice virar a duras penas a mi debilitado aparato. Me consolaba con la esperanza de que la pareja de Messers que había quedado debajo, enfriada con la muerte del jefe de su patrulla, se habría marchado. Si eso era así, yo pelearía sólo contra dos.

Esquivaba los golpes y procuraba atacar. Pero el aparato me obedecía mal: tan pronto como tomaba alguna velocidad mayor de la cuenta, tendía a invertirse.

No me quedaba más remedio que abandonar el combate. Un profundo picado hasta quedar a ras del suelo, la salida del mismo, una inclinación voluntaria, casi hasta rozar la tierra con un ala, y me vi volando por encima de las copas de los árboles. Cuando veía humo en algún sitio, volaba hacia allá por ver si era el aparato de Semiónov que terminaba de arder.

Al aproximarme al aeródromo, me di cuenta de que tenía averiado el sistema hidráulico de apertura el tren de aterrizaje. Hube de abrirlo con el de emergencia. Alabeé para que el tren quedase mejor abierto y entré a aterrizar.

Por el momento, todo iba bien; mejor incluso de lo que yo esperaba. Sí después de los malos trances pasados, el aparato rodó bien por el campo y se detuvo sumiso, eso quería decir que el final era excelente.

Tras de rodar hacia el estacionamiento, desconecté el motor y permanecí un rato sin moverme del sitio. Llegué tan cansado que no tenía fuerzas para salir dé la cabina. Tenía ante los ojos las escenas del reciente combate. De nuevo veía despierto los círculos de las hélices en movimiento, las franjas amarillas, el Messerschmitt incendiado, el avión humeante de Semiónov. Me costaba trabajo confesarme que no me había dado tiempo de protegerlo. No me inquietaba el hecho de que el reconocimiento no me hubiese resultado. Yo no había entablado el combate por capricho. Lo que importaba era que regresara Semiónov...

Aleé la cabeza y no di crédito a mis ojos: a mi encuentro corría Semiónov. Como si fuera a saltar para descender con el paracaídas en situación de emergencia, abrí de golpe el cierre de las correas de sujeción, me libré de ellas y salí de la cabina.

—       ¿Cómo has venido a parar aquí? —me interrogó, extrañado. Estaba a mi lado, dispuesto a abrazarme—. ¡Pero si te incendiaron! Vi con mis ojos cómo caía tu aeroplano incendiado.

—       No han podido —le respondí—. Lo único que me han hecho ha sido agujerearme el aparato. Y a mí también me pareció que te habían incendiado a ti.

—       No, hombre, en mi aparato no hay ni un agujero.

—       ¿Por qué echaba humo, entonces? ¿Es que no alargaste el paso de la hélice?

—       Pues claro.

—       Acabáramos. No hiciste más que desconcertarme. ¿Y por qué te volviste al aeródromo?

—       Porque el motor comenzó a ratear, tú mismo lo notaste. Y luego, al ver que tu aparato caía, creí que te habían derribado. Quedarse allí uno solo no era sensato... Ya he dado parte al jefe de que has caído en el sector de Ungheni.

—       Está todo clarísimo. Vamos a dar parte de que no hemos cumplido la misión.

—       ¿Y el Messerschmitt derribado?

—       No vamos a escudarnos en eso.

Yo iba pensando, mientras caminaba: ¿Sería posible que Semiónov se hubiese acobardado? ¿Había decidido abandonar al amigo que casi perdió la vida por defenderlo?

Adelantándome, diré que este pensamiento me atormentó luego mucho. Sólo la trágica muerte de Semiónov me ayudó a ahuyentar toda clase de sospechas y conservar un buen recuerdo de él, combatiente de las primeras legiones, de los que tan pocos quedan vivos.

Cuando hubo escuchado las novedades que yo di, el jefe del regimiento guardó silencio largo rato, frotándose la frente con los dedos; animándose, dijo con jovialidad:

—       ¡Magnífico! ¡Eso quiere decir que te has persuadido de que se puede atizar leña a esos franjiamarillos! Pero, de todos modos, hay que hacer el reconocimiento. Monta en otro aparato y ve con Semiónov.

Como siempre, en el aeródromo nos recibieron primero los mecánicos, y nos pusimos en seguida a revisar los aeroplanos.

Yo iba detrás de Vajnenko y miraba también si había impactos, en el aparato. Creí que no había ninguno. ¡Muy bien! Me disponía ya a alejarme, cuando oí la voz del mecánico:

—       Cantarada jefe, pero si resulta que el aparato está seriamente averiado.

—       ¿Dónde? —me extrañé.

—       Un cascote ha dado en la tobera y ha despedazado las paletas del inyector. Mírelo dónde ha quedado retenido.

—       De seguro que ha sido un cascote perdido.

—       Pues si ha sido perdido, han tenido suene usted y el aparato... Bueno, ¿ha oído lo de Mirónov?

—       No. ¿Qué le ha pasado?

Inclinándose sobre la caja de las herramientas, el mecánico callaba.

—       ¿Por qué callas? Anda, dímelo.

—       Ha muerto en el hospital.

—       ¿Konstantín?

—       Y todo por culpa de esas correas, camarada jefe.

—       ¡No es posible!...

—       Los camaradas acaban de volver del entierro… Cuentan que, al aterrizar, el aeroplano tropezó en un hoyo y capotó. Y como Mirónov no llevaba tirantes, pues los había cortado ya en Bieltsi... En fin, que salió disparado y quedó con la columna vertebral rota.

¡Konstantín Mirónov!... ¡La persona con quien yo tenía más intimidad en el regimiento! Habíamos servido juntos dos años... Me encaminé hacia el puesto de mando, despidiéndome mentalmente de mi amigo...

Recuerdo que cuando llegué al regimiento y me presenté, el jefe de la plana mayor me aconsejo que me alojara en la misma casa que otros dos pilotos solteros. Encontré "el albergue de los solteros". La dueña me recibió con amabilidad, no tenía nada en contra de admitir a un inquilino más. Pero, haciendo una señal enigmática hacia la puerta cerrada, dijo en ucraniano:

               Hable con ellos. Será como ellos digan.

Llamé a la puerta. Las voces que se oían en la habitación se callaron. Llamé otra vez.

—       ¡Adelante!—oyóse al fin.

Entré y vi que a la mesa, en el centro de la habitación, estaban sentadas varias personas. Dos, sin guerrera, como los que están en su casa; los restantes, uniformados. Y todos me miraron con recelo. Encima de la mesa tenían entremeses y vasos.

Yo les dije quién era y quién me había aconsejado alojarme allí.

—       ¿Eres piloto, pues? —me interrogó un mozo fornido y alto, uno de los dos que estaban en camiseta, fijando la mirada en mis divisas de mecánico. Acababa de recapacitarme yo a la sazón en una escuela y pasar de mecánico a aviador.

—       Sí, soy piloto —respondí, examinando la casita. Me saltaron a la vista dos camas, bien hechas, con sendas pilas de almohadas y fotos en las paredes enmarcadas con toallas bordadas.

—       ¿Eres piloto de verdad? —me interrogó el otro "inquilino", un muchacho delgaducho y de escasa altura.

Pero el "inquilino" mayor, sin aguardar mi respuesta, puso encima de la mesa la botella que habían escondido.

—       Mi apellido es Pankrátov —me dijo, tendiéndome la mano—. Quítate el capote.

—       Yo me llamo Konstantín —presentóse, sonriendo, el segundo—. Toma asiento. No vas a pasar la noche en la calle. Hay bastantes almohadas.

Pankrátov llenó un vaso de vodka y lo puso delante de mí. Todos me miraron, expectantes. Aunque yo no era aficionado a la bebida, creí que estaría feo rechazar la invitación. Estaba claro que se trataba de un "examen", y yo tenía que aprobarlo.

—       Hala, come algo —me dijo Konstantín Mirónov, poniéndome delante un plato de entremeses.

Después de cenar, en la habitación había ya otra cama con una pila de almohadas.

A la mañana siguiente madrugué e hice gimnasia.

—       ¿Quieres darnos ejemplo de disciplina? —rezongó Pankrátov, arrebujado con la manta.

—       No es ni más ni menos que una vieja costumbre— respondí, vistiéndome para dar una carrera al aire libre.

—       ¡A-ah! —exclamó, volviéndose del otro lado—. Si es una costumbre, sigue con ella.

La mañana era fría, animaba, y la nieve de diciembre crujía al pisarla. Tras de dar una vuelta, corriendo, oí que alguien me seguía. Volví la cabeza y vi a Konstantín. Desde aquella mañana, el flacucho y débil Mirónov empezó a hacer gimnasia todos los días conmigo y, pasado algún tiempo, llegó incluso a apuntarse a una sección de atletismo ligero.

¡Mi joven amigo Konstantín! Ya no estaba entre nosotros. Quedaba una tumba reciente en tierra moldava y un buen recuerdo en los corazones de los amigos.

Volamos a atacar a las tropas enemigas. Los alemanes estaban cruzando el río y ocupando nuestra orilla. Había que exterminarlos sin pérdida de tiempo.

Mandaba la escuadrilla Atrashkévich. Aunque era el primer vuelo en el que participaba la escuadrilla en pleno, los pilotos guardaban muy bien la formación y se sentía que tenían buena moral para la pelea.

Había mucho que hacer. Y se contaba con todo para ello: carga completa de bombas y municiones en todos los aeroplanos.

El camino que llevaba al cruce del río estaba atestado de tropas enemigas: camiones con infantería, piezas de artillería y tanques. Al aproximarnos a la zona señalada, el enemigo nos recibió con nutrido fuego antiaéreo. El cielo quedaba densamente tachonado de explosiones de proyectiles.

No teníamos tiempo para cambiar de altura. Entramos en picado y arrojamos las bombas a la columna alemana, después de lo cual les dimos una pasada de ametrallamiento. El camino quedó envuelto en humo y luego. Uno de nuestros aviones expelió una cola de humo, y luego llamas. La ígnea cola iba alargándose más y más. ¡Se acabó! El aparato estallaría de un momento a otro. ¿Quién iba en la cabina? Dejando de disparar contra el enemigo, procuramos distinguir el número del aparato incendiado. ¿Sería posible que le hubieran dado a Atrashkévich? Pues así había sido. El derribado era el jefe de nuestra escuadrilla...

—       ¿Qué haría? Tenía los segundos contados. La vida del jefe de la escuadrilla dependía de ese ínfimo lapso de tiempo ¿Saltaría para descender en el paracaídas? No, no le daría tiempo. Era muy poca la altura. Además, la cabina ya estaba envuelta en llamas.

¿En qué pensaría Atrashkévich en aquel instante? Eso no lo sabía nadie ni lo sabría jamás. ¿O lo habrían matado en el momento de salir del ataque? No, por lo visto, estaba vivo. Pues el aparato salió del picado y voló unos segundos en línea recta. Por consiguiente, volaba dirigido. Lo más seguro era que Atrashkévich condujera conscientemente su avión en llamas a lo mas denso de los camiones enemigos.

Nos lanzamos rabiosos contra los antiaéreos. Vengamos con todo el odio que nos invadía la muerte de nuestro jefe y amigo. Luego yo reuní la escuadrilla y volvimos a dar una pasada por encima del lugar de la muerte de nuestro jefe para rendirle los últimos honores con sendos alabeos.

Cuando retomamos al aeródromo, rodé hacia el estacionamiento, salí de la cabina y dejé encima del ala el paracaídas. Aguardé que acudiera alguien. ¿Quién sería el primero a quien yo notificaría la dolorosa pérdida? ¿En los ojos de quién vería yo el reflejo de mi dolor?

Vi a alguien a lo lejos. Pero no corría. Caminaba lento como si llevase pesas de plomo en los pies.

Era el mecánico de Atrashkévich. Por lo visto, le había dado la corazonada de que había sucedido algo grave, irreparable.

Yo comprendía muy bien el estado de su alma en esos momentos. Yo también había sido mecánico y preparado centenares de veces para los vuelos el aeroplano de mí jefe y compañero, que se confiaba en todo a mis ojos, a mis manos y a mis conocimientos.

¡Qué gente tan magnífica son los mecánicos! Se retiran los últimos del aeródromo y acuden los primeros, antes de amanecer. Endurecidas las manos, negras del aceite y la gasolina, tocan con sumo cuidado y suavidad el motor del avión, como pudiera hacerlo sólo un cirujano cuando palpa el corazón de un pariente.

Ahora, cuando volábamos tanto y regresábamos de cada vuelo con impactos y desperfectos producidos por las balas enemigas, los mecánicos tenían muchísimo que hacer y que sufrir. Estaban siempre con el alma y el pensamiento a nuestro lado, en los combates.

Cuando el mecánico despide a su piloto, que va a cumplir algún servicio de guerra, está preocupadísimo hasta que él vuelve. Es quien atisba con más pertinacia el cielo y tiene el oído más atento que nadie al ruido del motor de su aeroplano. Por eso nosotros, los aviadores, compartimos todas nuestras alegrías y penas con nuestros fieles compañeros de guerra. Cuando se detuvo junto a mi avión, el mecánico de Atrashkévich me interrogó con voz compungida:

—       ¿Qué le ha ocurrido, camarada primer teniente?

—       Ha perecido —repuse—. Lo ha derribado un antiaéreo.

El mecánico bajó lentamente la cabeza.

Se entregaba por entero al trabajo, se pasaba las noches medio en vela para que el aparato jamás fallara en nada al piloto.

—       ¡Vengue la muerte de Atrashkévich en ellos! ¡Vénguelo! —fue lo único que pudo decir y, sin alzar la cabeza, se encaminó con paso cansado hacia el lugar de estacionamiento del avión que no había regresado.

Yo sabía que, lo mismo que a mí, lo único que le impedía llorar era el orgullo masculino.

Llegó el coche del jefe del regimiento. Cuando se apeó, Ivanov recorrió con la mirada las caras de los aviadores reunidos y comprendió al punto lo sucedido. Le di brevemente las novedades de todo lo ocurrido. Se fueron acercando más y más hombres...

—       Loada sea su memoria —dijo, entristecido, Ivanov, y todos guardaron silencio.

…Este héroe no tiene tumba. En cambio, ha quedado en la memoria de sus amigos de pelea, que perpetuarán su nombre. Cada uno de nosotros sufría una sed insaciable de vengarlo.

—       ¡No hay que amilanarse! —animó a los aviadores el jefe del regimiento—. Pokryshkin, tome usted el mando de la escuadrilla.

—       ¡A sus órdenes!

Así recayó sobre mis hombros la responsabilidad por toda la escuadrilla, por el personal y el material volante. ¿Sabría remplazar bien a Atrashkévich?

 

Años enteros, en invierno y en verano, hiciera el tiempo que fuese, nos habían enseñado a aproximarnos a la "T" con el motor a ralentí y tomar tierra exactamente junto a esa señal a una distancia máxima de varios metros. Prolongar el planeo, dando más revoluciones al motor, era una burda infracción de las reglas. Incluso la acrobacia de alta escuela y el tiro —lo principal para el piloto de caza— quedaban en segundo plano frente a este elemento del vuelo. Aun así, no lodos los aviadores conseguían aterrizar sin rebasar los límites de distancia tolerada de la "T". Por lo que a mí respecta, no me agradaban mucho esos entrenamientos interminables de aterrizaje. Embotaban el sentido de responsabilidad por el cumplimiento de otros elementos de la técnica del pilotaje.

Pues bien, henos aquí en un campo de pequeñas dimensiones en declive ¡Que probase alguien a tomar tierra sin tocar la manecilla del acelerador después de un intenso vuelo de guerra, y más aún con el aeroplano averiado!

Decidí hablar sin demora con los pilotos sobre el aterrizaje. Al comienzo de la guerra, hube de corregir varias veces el cálculo del aterrizaje, sosteniendo el planeo con ayuda del motor, y no me salía mal. Este día de que hablo también aterricé, prolongando algo el planeo con el motor. Tenía que participar mi experiencia.

Cuando llegué a la chabola, donde estaba el puesto de mando, los aviadores discutían con calor.

—       ¡Qué vienes siempre con esa cantinela de "si fuera así y no asá"! —decía Diachenko a Lukashévich—. Sí los políticos occidentales pensaran en el pueblo, y no en las talegas de dinero, hace tiempo que habrían parado los pies a Hitler ¿Te acuerdas de Munich?

—       ¡Me acuerdo de la llegada de Ribbentrop a Moscú y de su rufianesca sonrisa en las fotos!—repuso con rabia Diachenko—. El acuerdo con nosotros lo necesitaban de pantalla. Tapándose con él, acercaron sus tropas a nuestras fronteras e incluso volaron sin el menor decoro sobre territorio soviético. ¡Y nosotros cumplíamos a rajatabla todos los puntos del mismo!...

Los pilotos se enardecieron con la discusión. Yo miré alarmado a la patrulla de guardia por ver si se discutía allí también. Pero no, todos los aviadores estaban en las cabinas de los aparatos.

Minutos después de la discusión en torno a los grandes problemas estatales, remontamos el vuelo a cumplir una misión de guerra. Había que resolver ahora estos problemas con ametralladoras y bombas.

 

La mañana amaneció encapotada. Una densa niebla cubría el suelo. En el aeródromo apenas se veía el avión que se encontraba a escasa distancia.

Más tal vez allá, en Besarabia, tras el Dniéster, donde se combaría, hiciese otro tiempo completamente distinto. ¿Quién respondería a esta pregunta? Nadie podía comunicar desde allá, aunque sólo fuese en pocas palabras, qué tiempo hacía. Los propios pilotos debían agenciarse combatiendo, realizando una proeza, los datos que precisaban.

El jefe del regimiento envió a Dubínin a explorar el tiempo que hacía al otro lado del Dniéster.

Un I-16 corrió por el campo y, sin despegar aún de la tierra, desapareció en la niebla. Su rugir nos llegaba ya desde las alturas y lo recibimos como algo alarmante. Lo oímos alejarse hasta que el ruido se extinguió por completo. Desde ese momento comenzaba la espera. Pasada una hora sabríamos exactamente qué tiempo hacía sobre el Prut, allí donde avanzaban por las carreteras las tropas enemigas.

Al cabo de una hora… u hora y medía... pues el I-16 cargaba suficiente combustible para ese tiempo de vuelo...

Había transcurrido ya hora y media. Dos... Tres horas... Y el cielo callaba.

Los pilotos esperábamos junto a nuestros aparatos, puestos los cascos. Necesitábamos sólo unas palabras sobre el tiempo. No hacíamos más que pensar en Dubínin. Cada uno de nosotros esperaba que no le hubiera pasado nada, que hubiese aterrizado en otro aeródromo o sobre "la panza" en un campo. Pues lo peor... es tan múltiple y tan inesperado...

De lo que le pasó a Dubínin nos enteramos dos días después. Mejor dicho, nos enteramos sólo de los sucesos instantáneos y trágicos que tuvo en varios minutos de su vuelo.

La visibilidad sobre Besarabia, por donde revoloteaban Messerschmitts desde la mañana, era muy buena. Una pareja de ellos divisó el aeroplano soviético que iba solo. Nadie sabía si Dubínin combatió con el enemigo o no. Quien nos habló de él sólo vio qué su aparato huía de la persecución de los Messer, pegándose a tierra. Estos le atacaban por la cola y le disparaban, turnándose. Nuestro caza maniobraba y esquivaba las balas enemigas. Por lo visto, eso acabó de enfurecer a los adversarios, que comenzaron a atacarle por ambos flancos a un tiempo. Pero incluso entonces nuestro caza lograba rehuir el luego de puntería.

Dubínin volaba ya sobre territorio soviético no ocupado, y el terreno le ayudaba a defenderse de los contrincantes. Se pegaba más y más a él. Ahora bien, existe un límite de proximidad. Y precisamente en el momento en que uno de los Messerschmitts adelantó y atacó a Dubínin de frente, el aeroplano de éste rozó a gran velocidad un almiar de heno y capotó. Y el Messerschmitt se estrelló contra nuestro caza. Dubínin salió despedido de la cabina con trozos de las correas de sujeción arrancadas.

Los dos cazas se inflamaron como antorchas. El alemán no tuvo suerte: ardió entre los restos de su aparato. A Dubínin lo recogieron y llevaron al hospital los campesinos que nos contaron lo sucedido.

Mientras tanto, nosotros aguardábamos noticias del tiempo que hacía en Besarabia...

Cuando se disipó la niebla, el jefe del regimiento condujo dos patrullas a dar un asalto a las tropas enemigas.

Llegamos al fin sobre el objetivo, la columna de tropas enemigas se prolongaba varios kilómetros. Iba protegida por un Henschel-126. Ivanov lo atacó sobre la marcha y lo incendió. Al corrector de tiro enemigo no le dio tiempo ni siquiera de maniobrar.

Uno de nuestros aviadores persiguió al Henschel incendiado y abrió fuego. ¿Para qué? Pero aún fue más extraño lo que siguió: nuestro caza se acercó casi hasta rozar el aeroplano enemigo. Estaban ya a punto de chocar. El aviador viró bruscamente, pero el aparato, cual sí fuera un caballo testarudo y desbocado, dio una voltereta y se estrelló contra el suelo. El Henschel cayó algo más allá.

Por el número del avión supe que había perecido Semiónov. ¡Qué muerte tan absurda!

El jefe del regimiento condujo al grupo al asalto de la columna alemana. Miré y elegí objetivo: un largo camión cubierto que llevaba pintado el distintivo de la aviación alemana. Apunte y lancé las bombas. Di otra pasada y apreté con odio los gatillos.

No se me iba de la cabeza lo sucedido a Semiónov. No sé por qué, me acuerdo de nuestro primer vuelo jumos, cuando su Mig empezó de pronto a echar humo y yo me creí que lo habían averiado.

—       ¿Es que no alargaste el paso de la hélice? —le interrogue luego, en el aeródromo.

—       Pues claro...

La respuesta de Semiónov me pareció extraña. ¿Por qué el piloto no había hecho todo lo que debía? ¡Era una regla elemental de explotación del motor! En esta ocasión su negligencia le había resultado fatal. Tiró con demasiada fuerza de la palanca y, como el avión iba a poca velocidad, no pudo, naturalmente, recuperar altura.

Creyérase que todos los pilotos sabían que el Mig-3 es un aparato duro de dirigir y no tolera maniobras bruscas a poca velocidad. ¿Por qué Semiónov había olvidado esa verdad axiomática? Por lo visto, no todos nuestros camaradas habían dominado a la perfección el nuevo caza. Así, las pagábamos por nuestra ineptitud.

La columna alemana quedó muy mermada. En la carretera ardían docenas de camiones. Pero nosotros nos enfrascamos demasiado en el ametrallamiento, pues los cazas enemigos podían aparecer de un momento a otro. Antes de dar cada pasada, yo miraba con recelo la nube grande que venía del suroeste. Les sería cómodo atacar desde ella.

Allí los teníamos ya. Eran muchos. La situación cambiaba. Había que entrar en combate y replegarse, defendiéndonos... Los contendientes nos dividimos de golpe en varios focos. Sin darme cuenta, me vi solo, dando virajes horizontales entre cuatro Messerschmitts. Las nubes me impedían ascender en la vertical. Al de atrás lo vería de un momento a otro en mi colimador. Doblé el morro del Mig cuanto pude, tiré más para ganar aunque sólo fueran unos centímetros, pero mi aparato, sin poder mantener esa posición, entró en barrena. Salí de la barrena y, tomando velocidad, me metí en una nube.

Estaba tan oscuro como si fuera de noche. Una ráfaga de viento por poco me sacó de la cabina. Quedé colgando de los tirantes. Noté que algo me golpeaba en la frente. La cabina no llevaba cubierta, pues lo había perdido en el combate del día anterior. ¿Serian balas? ¿Por qué, entonces, yo seguía vivo? No veía nada. Salí de la nube y pasé por el lado de los cazas enemigos. Volví a ascender y, virando en la vertical, ametrallé desde abajo al Messer más cercano. Echó humo, mejor dicho, una franja blanca. Lo había averiado nada más. ¡Qué pena que yo no llevara ametralladoras en las alas! De haberlas llevado, el Messer habría caído en el acto. ¡A alcanzarlo y rematarlo! Pero ya se me había pegado a la cola otro avión alemán. Un nuevo picado y otra candela. Los restantes Messers se enfriaron y se alejaron.

¿Dónde estarían los nuestros? No veía a ninguno. Tenía que retirarme yo también.

Regresé al aeródromo y miré. Recordé los incidentes del vuelo. Me pareció extraordinariamente largo, pues eran muchos los pormenores e impresiones que habían pasado por mi conciencia y se me habían grabado en el alma. Había perecido Semiónov... Por tanto, quedábamos ocho en la escuadrilla... ¿Qué me había golpeado en la cara? De seguro que dentro de la nube rodaban, formándose, piedras de granizo. ¿Dónde estaba la escuadrilla?

Vi siete aviones en el aeródromo. No sé por qué, uno había quedado en el extremo de la pista de aterrizaje. Al tomar tierra, se salió de los límites del campo, metió las ruedas en un hoyo y se le torció la hélice. Con razón se dice que las desgracias no vienen solas.

Los "zancudos", como llamábamos a los aviones Ju-87 por las patas del tren de aterrizaje, que no se replegaban, al ver a nuestros siete cazas, arrojaron desordenadamente las bombas y volvieron a casa. Aún con todo, nos dio tiempo a derribar dos aparatos.

Se nos echaron encima unos Messerschmitts, que acudieron prestos. Uno de ellos logró entrarle a Diachenko por la cola y dispararle una ráfaga con puntería. Lukashévich, que volaba al lado, se lanzó en su ayuda, pero tardó. Bien es verdad que derribó a este fascista, pero ya después de que él hubiera atacado a nuestro Mig. Virando sobre el ala, el avión de Diachenko se desplomó en un picado, Esperamos que el piloto descendiera en el paracaídas, mas se demoraba demasiado. "¡Salta! ¡Salta!" —grité con todas mis fuerzas, como si Diachenko pudiera oírme en realidad.

Cerca ya del suelo, el avión salió del picado y viró hacia oriente Lukashévich lo alcanzó y lo acompañó hasta el aeródromo.

Guando aterrizamos nos enteramos de que Diachenko había internado abandonar el aparato, pero no había podido hacerlo. Resultó que durante el picado era imposible abrir la cubierta. Después de este caso, todos nosotros empezamos a volar con la cubierta abierta. Yo la había perdido mucho antes de que se descubriera su defecto.

 

El Estado Mayor de la división había ordenado asaltar a las tropas enemigas entre Ungheni y Bieltsi. Al recibir la orden por teléfono, noté que se aproximaba un nublado de tormenta y, por eso, aquel día oscurecería antes de lo ordinario. El jefe del regimiento prometió comunicar mis razonamientos al jefe de la división. Pasados unos minutos sonó el timbre:

—       ¡Emprendan el vuelo a toda costa!

Sí, había que remontarse en el acto.

Fuimos al encuentro de un extenso nubarrón. Teníamos delante un negro muro surcado de rayos. Dudé un instante del éxito del vuelo. Lo mejor sería dar la vuelta y tomar tierra en el aeródromo. Pero me acordé en el acto del carácter del jefe de la división. Cada visita suya acababa en una bronca a alguien, en la destitución de alguno o en sanciones a varios. Cuando, ante la prueba, ante la tormenta, recuerda uno en vuelo de guerra a su máximo jefe tal y como es, cuando recuerda que su jefe máximo es precisamente así, entonces piensa en los castigos y en las rudas palabras prontas a escapársele a él de la lengua, pierde la serenidad y la sensatez ante el cumplimiento de su servicio y lo cumple casi de manera formalista. Si yo, al verme delante de una nube tormentosa, retorno al aeródromo, el jefe de mi división no me creerá que no lo haya hecho por terquedad. Y hasta puede acusarme de cobarde.

Antes de la guerra tuve ocasión de ver caer un rayo en un avión y arder éste como una cerilla en su desplome. Busqué una nube menos densa y me dirigí a esa ventana tapada por una rejilla de lluvia.

Allí, tras el negro muro, hacía un tiempo magnifico: delante mismo de nosotros, tras el horizonte, se ponía el sol, y en los húmedos caminos brillaban los charcos y los cristales de los automóviles y camiones alemanes.

He dicho antes que uno "cumple su servicio casi de manera formalista". Mas no. cuando pasa uno volando por encima de las formaciones del enemigo y tiene armas en las manos, entonces no queda lugar para la indiferencia. Las balas y los proyectiles disparados contra el enemigo jamás hacen impacto de manera "formalista". Atacamos a las tropas alemanas, dándoles varias pasadas, y tomamos el rumbo de regreso.

De nuevo tuvimos delante un nubarrón tormentoso, más denso aún. No se vislumbraba ningún claro. Nos metimos de frente al buen tuntún. Del día pasamos directamente a la noche. Un relámpago rellenó la negra oscuridad de lluvia con cegadora luz. Un relámpago fulgía al lado, pero no pensábamos en él. Uno se preocupaba sólo de no desviarse del rumbo: por allí cerca volaban los compañeros. Los instrumentos de a bordo no se veían.

El instante fue muy largo. Delante se vislumbraba ya la luz. En la penumbra se veían los contornos de la localidad. La patrulla de Figuichov salió de las nubes al lado de la mía. Después de tanta oscuridad, agradaba ver todos los aeroplanos de la escuadrilla.

No obstante, a este lado del nubarrón era ya de noche en realidad. ¿Adónde volar? ¿Cómo llegar a Mayakí? Lo mejor sería encontrar el ferrocarril, seguirlo hasta Kotovsk y desde allí, el aeródromo estaba a cuatro pasos.

La escuadrilla me siguió durante cierto tiempo. Más, ¿qué era eso? Figuichov se desvió de pronto, y sus puntos lo siguieron. ¿Adónde conducía la patrulla? ¿Qué arbitrariedad era aquélla?

Me lancé en pos de ellos, pero los aeroplanos parecían desvanecerse en la oscuridad. Convencido de que no tenía objeto buscarlos, tomé rumbo a Mayakí.

Aterrizamos de noche, con la luz de los faros. Figuichov no estaba en el lugar de estacionamiento. El mecánico me hablaba de una cosa, y yo pensaba en otra. De toda la escuadrilla había retornado al aeródromo una pareja nada más. ¿Dónde habrían aterrizado los otros aviones, adonde los habría dirigido Figuichov? ¿Qué pasaría si se extraviaban e iban a parar a Besarabia? ¡No podía ser! Allí, en occidente, relampagueaba la tormenta interminable, seguro punto de orientación. ¿Y si habían aterrizado en algún aeródromo vecino? De todos modos, debían haber dado señales de vida.

Llegué al puesto de mando, agobiado por pensamientos tristes. Ivanov comenzó a telefonear a los aeródromos, y yo estaba de pie, maldiciendo a Figuichov. No aparecía por ninguna parte, ni en Grigoriópol ni en Kotovsk.

Ivanov colgó el auricular y dijo:

—       ¡Vamos a cenar! Mañana, cuando amanezca, todo se aclarará.

—       Pues claro que aparecerán —me tranquilizó Matvéiev, metiendo en una carpeta unos papeles—. Camarada comandante, Sokolov ha llegado.

—       Me alegro mucho de que haya llegado —concluyó Ivanov y me miró atento.

—       ¿Por qué nos envió tan tarde de servicio? —le interrogué con voz desfallecida.

—       Mañana vendrá aquí él, en persona, y se lo preguntas —me respondió—. ¿Entiendes?

—       Entiendo.

—       Vamos.

El comedor estaba ya lleno de gente. A la mesa de nuestra escuadrilla estaba sentado Anatoli Sokolov solo. Sonriéndose, dio unos pasos a mi encuentro, pero, al verme más tenebroso que un nubarrón, interrogó preocupado:

—       ¿Qué ha ocurrido?

Cuando yo le conté que había perdido la patrulla de Figuichov, él hasta se echó a reír:

—       ¡Anda allá! Pues yo creía que había ocurrido alguna desgracia de verdad.

—       Sí, una desgracia y no pequeña.

—       ¡Déjate de lloriquear! Ya aparecerán. En la guerra hay de todo, y a todo hay que acostumbrarse. En Mongolia, aterrizamos en medio del desierto. Solía ocurrir que nuestro piloto, al descender con el paracaídas, chocaba con el japonés, que él había derribado, en la misma estepa desierta. Allí peleábamos ya con cuchillos... Y aquí, todo en derredor es tierra nuestra. De manera que mañana acudirán como los buenos. Vamos a ponernos a tono —dijo, aproximándome un vaso con cien gramos de vodka.

—       ¿Has acabado los cursillos? —le interrogué.

—       ¡De qué cursillos se puede uno preocupar ahora! Me han dejado marchar, a duras penas lo he logrado.

—       ¿Qué tal marchan las cosas en la ciudad?

—       Calma absoluta.

—       Yo necesitaría un día de esa calma.

—       Pues yo no he podido soportarla.

Junto a nuestra mesa se detuvo Nazárov, el jefe de la tercera escuadrilla. Haciendo una seña a los sitios desocupados, dijo con irónica sonrisa:

—       ¡Oh, resulta que el jefe está aquí! Pues yo creía que no estaría. Vaya situación: mucha bebida y pocos bebedores.

Yo sabía que Nazárov me tenía ojeriza. Pero habían transcurrido casi dos años desde que ocurrió el caso que lo sacara de sus casillas.

Al volver de la escuela al regimiento, fui incluido en su patrulla. Mirónov y yo éramos sus puntos. Un día, por negligencia del jefe, faltó poco para que chocásemos en el aire. Nazárov fue castigado severamente y nos designaron para jefe a otro aviador.

—       Déjame —dije, tranquilo—. Antes de verte ya me dieron náuseas.

Tras hablar con Sokolov, volví al aeródromo para telefonear. Cuando comuniqué con el Estado Mayor deja División, contestó de improviso el jefe.

—       ¿Quién es? —interrogó.

—       El primer teniente Pokryshkin.

—       ¿Pokryshkin? ¿Dónde está tu escuadrilla?

Intente explicárselo todo por orden, pero sentí en seguida que el jefe de la división ponía otro sentido en su pregunta. Me dio a entender que toda la culpa de lo ocurrido la tenía yo.

Retorné del aeródromo entristecido. Cuando me acostaba, pensé en Figuichov.

A la mañana siguiente, nuestro jefe "legítimo", Sokolov, tomó el mando de la escuadrilla. Le conté cómo marchaban las cosas, le hablé de los éxitos de los supervivientes y de la valentía de los perecidos en los combates. Conversando, echábamos ojeadas al cielo, por ver si volvía la patrulla de Figuichov. Ya nos habían comunicado que había aterrizado en el aeródromo de Kotovsk.

Me llamaron de pronto al puesto de mando. Me presenté y vi al lado del comandante Ivanov, al jefe de la División, que intentaba demostrar algo, agitando los brazos. Su rostro mofletudo mostraba desagrado.

—       ¿Dónde está tu escuadrilla? —interrogó secamente cuando me presenté.

La misma pregunta me había hecho el jefe de la división el día anterior. Yo le respondí que la patrulla de Figuichov debía volver pronto al aeródromo y que los otros pilotos estaban poniendo en orden los aviones.

—       De lo de Figuichov estoy enterado sin que tú me lo digas —dijo, interrumpiéndome—. ¿Por qué has dejado que se pierda parte de la escuadrilla? ¿Callas? El jefe ha de responder por todo —y, volviendo la cara hacia Ivanov, agregó en el mismo tono—: Prepara la orden para destituirlo de jefe de escuadrilla.

—       No es jefe, sino subjefe —aclaró tranquilo Ivanov.

—       ¡Lo destituiré también de subjefe! ¡No he olvidado de cómo ametralló el Su-2!

—       ¡Por el Su-2 estoy dispuesto a responder, camarada jefe de la división! —repliqué—. Pero en este caso la culpa no es mía.

—       ¿De quién es, pues? ¿Acaso mía?

No respondí.

—       ¡Combatimos mal! —prosiguió el jefe de la división—. ¡Los alemanes ya están junto a Minsk y Leningrado!...

—       La culpa no es sólo de los aviadores...

—       ¿Qué estás diciendo? ¿Cómo te atreves? ¿Quién te ha permitido razonar así? Ten presente que cuando premie al personal, tú no recibirás nada.

—       Yo peleo por la Patria, camarada jefe de la división —respondí, sin poder contenerme.

Sobre el aeródromo apareció la patrulla de Figuichov. Mas, pese al rugir de los motores, oí bien que el jefe de la división, de mal genio, había ordenado que me destituyeran de subjefe de escuadrilla.

—       ¿Da su permiso para retirarme?

—       ¡Puede retirarse!

Salí con un peso abrumador en el alma. Quería volar al mismísimo infierno y arder en él sin dejar rastro.

—       ¿Qué tal te ha ido? —me interrogó Sokolov, saliendo a mi encuentro.

Le conté en pocas palabras el fondo de mi discusión con el jefe de la división.

—       ¿A santo de qué has discutido con él? —me reprochó el jefe de la escuadrilla.

—       Qué más da —respondí, haciendo un aspaviento—. Si no es hoy, ¡será mañana cuando me derriben de un pepinazo los antiaéreos o algún "flaco"!

—       Con esa moral no se puede pelear, amigo. Ve a descansar.

Se acercó Figuichov, sonriente. Sokolov no le dejó acabar de dar las novedades y le preguntó, severo:

—       ¿Por qué te apartaste?

—       ¿A dónde creerá usted que nos conducía? —respondió él, haciendo una seña con la cabeza en mí dirección.

—       No eche las culpas a otros —indignóse Sokolov de su tono de autosuficiencia—. ¡En Jaljin-Gol mandaban a los tribunales a los que cometían esos actos de indisciplina! ¿Entiende?

En la morena cara de Figuichov, enmarcada con patillas largas, se pintó la perplejidad: ¿Habría mentado Sokolov en serio lo de los tribunales?

—       ¿Entiende usted? —alzó la voz el jefe de la escuadrilla.

—       Entiendo, camarada primer teniente.

—       Pues si lo entiende, ¡no lo olvide! Vaya y prepárese para emprender el vuelo.

—       ¡A sus órdenes! —Figuichov se dio media vuelta mejor que nunca y se alejó.

Diachenko puso en marcha el motor de su aparato, que rugió sonoro y alegre. Este ruido y la enérgica voz del jefe de la escuadrilla obraron como calmantes.

 

 

 

 

 

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