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MIJAIL DEVYATAEV
 

"VOLANDO HACIA EL SOL"

 

1

Los equipos de trabajo del campo se formaban diariamente sin atenerse a un orden concreto y, con frecuencia, en nuestros dos quintetos entraban hombres que desconocíamos por completo y que tampoco nos conocían a nosotros. Hoy, como nunca, necesitábamos pasar al aeródromo con el grupo que ya hace mucho constituimos, pues cada uno de nosotros tenía señaladas sus obligaciones fijas. Además, una persona insegura podía echar por tierra nuestro plan. Por eso en los diez o quince minutos en los que se formaban las brigadas de trabajo y salían del campo, precisábamos organizar todo como era debido. Lo principal les correspondería realizarlo a Sokolov y a Némchenko, quienes podían destinar a un hombre a cualquier grupo, sustituyéndolo por otro.

La primera brigada grande de 45 hombres ya estaba reunida y marchaba hacia las puertas. Comenzaron a pasar lista, a recontar a los reclusos y a entregar los forzados a la guardia. Cuatro SS se pusieron a la cabeza, por detrás y por los costados y el equipo echó a andar hacia su tajo. Nuestros dos quintetos deberían salir tras ellos, razón por la que no quitábamos ojo a los procedimientos de rigor, a los que ayer no prestamos atención. Probablemente Sokolov estaba persuadido de que en nuestra brigada sólo estaban los hombres de confianza, pues la complicación se descubrió en el último minuto. En nuestra brigada se habían colado varios "extraños" y faltaban algunos "nuestros".

El desconcierto se apoderó de nosotros, pues en aquella composición no podíamos pasar la puerta. Alguien llamó a Sokolov, que ya hacía intento de salir andando, alguien empujó a uno, llamando de entre la muchedumbre al suyo, alguien se revolvió y agitó los puños. Hasta que Némchenko y Sokolov separaron a los que se resistían y empujaron a nuestro grupo a Serdiukov, Adámov y a Emets. "¡De frente, mar!", y ya nos encontramos en la puerta.

—       Ein, zway, dray, fir —contaba el centinela, tocando a cada uno en el pecho, en la espalda y, cuando me llegó el turno a mí, me pareció haber saltado a través de un precipicio.

Tras nuestro pequeño grupo ocupó su puesto un vachman, que ya conocíamos, un SS alto, pelirrojo y de nariz aguileña. Le recuerdo porque a la menor falta la emprendía con nosotros a culatazos, sin mirar dónde daba.

Una vez al otro lado de la puerta, el vachman, como de ordinario, nos entregó su macuto con la careta antigás, la marmita, la cuchara y algunos cachivaches más, para que uno de los reclusos los llevara hasta el tajo. Allí, en el aeródromo, el que había llevado el macuto, después de comer el vachman, tenía derecho a arrebañar lo que había quedado en el plato o en la marmita y a fregarlos. Varios días seguidos mis compañeros me entregaron el macuto del pelirrojo, para que yo me fortaleciera un poco. Hoy, lo tomé también maquinalmente, pensado fugaz que pronto nos las pagaría todas juntas aquel sátrapa, pero me asaltó un chispazo de rebeldía.

—       ¡No quiero llevarlo! ¡No quiero servir a ese verdugo!— dije, y arrojé el macuto al suelo.

Los muchachos se alteraron. Alguien recogió el macuto, Sokolov se puso a mi nivel y me apostrofó a gritos.

A la entrada del aeródromo nos detuvieron de nuevo para registrarnos. La guardia del campo nos cacheaba de cualquier manera, pero hoy temíamos particularmente. Siempre íbamos al trabajo llevando consigo una brazada de taruguitos secos, tablitas o ramas, para hacer una fogata al vachman. A veces, el SS nos permitía acercarnos a la hoguera. En la brazada de leña que hoy llevábamos iba escondido un hierro.

Nos dejaron pasar. Teníamos que aguardar al capataz. En aquellos días en que reparábamos las caponeras (fortificaciones de protección de los aviones)  nos acompañaba un viejo capataz, encargado de velar por la ejecución técnica de los trabajos. Este hombre nos divertía por su aspecto exterior y por sus sermones. Se presentaba al servicio con un delgado abriguito, con un estrechito cuello de terciopelo, gorra y orejeras y con elegantes zapatos de otoño. Se ceñía el abrigo con un cinto de oficial, del que pendía en su funda una descomunal parabellum, pues todo el que se relacionaba con los reclusos debía ir armado. El capataz era de baja estatura, cegato, sencillo en su trato e ingenuamente crédulo. También hoy viene vestido muy a la ligera y esto nos satisface, pues significa que nos abandonará a menudo para ir a calentarse.

Amanecía. Se iban desdibujando las oscuras siluetas de los edificios y los aviones. Se levantó vientecillo: cruzaban espaciadas por el cielo nubéculas blancas muy altas, pero el denso rugido de los motores, el parpadeo aquí y allá de los faros de las cisternas de gasolina, de los camiones que llevaban las bombas y de los reflectores denotaban que hoy, después de varios días de inactividad en esta importante base de aviación, habría un gran ajetreo combativo. Yo prestaba oídos a todos los rumores, me fijaba en el movimiento. Los vuelos no nos molestarían lo más mínimo, todo lo contrario, contribuirían a la realización de nuestro plan. Entre los aviones que levantaban vuelo y los que rodaban a los aparcamientos, entre el incesante ruido de los motores le sería más fácil escurrirse también al nuestro. Lo importante era que "nuestro" "Heinkel" estuviera en su sitio. Las nubecillas y los copitos de nieve no me preocupaban: ¡se podía volar!

Nos detuvimos, el capataz llamó a Némchenko y a Sokolov, estuvo mucho tiempo explicándoles cómo deberíamos rellenar de tierra y apisonar los embudos, luego les señaló en una dirección con el brazo y los muchachos condujeron al equipo al lugar de trabajo. El propio capataz, volviéndose y explicando una vez más algo con gestos, se alejó.

El responsable de la brigada nos llevó junto a los cazas —las hélices de los cuales giraban en casi todos— y se detuvo cerca de los "Junkers", con sus rugientes motores. Entre dos caponeras negreaban varios embudos recientes, algunos de los cuales estaban en las mismas pistas, por las que rodaban al punto de salida los aparatos.

— Los llenaremos de tierra —dijo Sokolov y, a renglón seguido, explicó al vachman nuestra tarea.

Allanamos la tierra y Némchenko ordenó trasladarnos a otro lugar. Nos formamos con las palas al hombro, con los macutos al costado y con la brazada de leña, particularmente preciosa para nosotros, y echamos a andar hacia nuevos embudos. Ya había amanecido totalmente y se distinguía todo como en la palma de la mano, veíamos cuanto se hacía en el aeródromo. Los "Junkers", cargados con bombas, rodaban uno tras otro hacia el sitio de despegue, barrido por el viento, donde una mujer con uniforme oscuro militar dirigía la salida con unas banderitas. Hacia allí mismo concurrían los cazas "Focke-Wulf", se detenían unos minutos, y remontaban vuelo por parejas. Todo ocurría como en nuestros aeródromos y todo me era comprensible. Los mecánicos acompañaban a su bombardero hasta la plazoleta de salida reteniéndole por las alas. Le acompañaban... ¿Qué debíamos hacer nosotros? Pero he aquí que se aproximó rodando un "Junkers", sin acompañamiento, él mismo viró, puso proa al viento y emprendió la carrera de despegue. Dejé de seguir mirando a los restantes.

En todo el aeródromo había bastantes embudos. Sokolov y Némchenko comprendían que no podíamos marcharnos de aquel sitio a otro extremo del campo de vuelo, que no podíamos alejarnos de aquella caponera, donde estaba nuestro "Heinkel", y por lo mismo nos llevaban por aquel extremo del aeródromo. Percatándonos de todo, trabajábamos con más lentitud, de cualquier manera. Viendo que la faena era mucha, el vachman ordenó encender una fogata para él.

Cada uno de nosotros fingió que se desvivía por encontrar ramitas secas o taquitos de abedul, paja para encender, pues bien podía ser que el vachman nos permitiera calentarnos, la buena lumbre le tornaba más bondadoso. El hierro ya había pasado a Krivonógov, que lo escondió bajo su ropa.

El pelirrojo vachman estaba sentado junto a la fogata, se calentaba las manos, apoyando el fusil al hombro. Nosotros hacíamos nuestro trabajo pero no le quitábamos ojo.

"Caliéntate —pensé—, regocíjate con que un día más de tu servicio pasó sin novedad y de que te pagarán por ello dinero, que volverás a tu casa donde comerás opíparamente y dormirás en un blando lecho. Caliéntate. Tu hora ya ha llegado..." Mas, por el momento, alguno de nosotros debía echar leña, aunque sólo fuera un instante, aspiraría el templado humito. Cuando otro se acercó al vigilante con la leña, éste puso delante, previsor, el fusil.

La tensión acrecía por momentos. Se aproximaban los minutos decisivos.

Fui el primero en bajar al fondo del gran embudo, junto al cual nos movíamos. Aunque el vachman estaba a cierta distancia de nosotros, debíamos de ser precavidos con las palabras. Sokolov saltó a mi lado.

— Es el momento.

Esto fue pronunciado sin sonido, sólo con los labios. — ¿Puede ser que no lo hagamos hoy? Hay mucha gente en el aeródromo...

Le tapé la boca con la palma de la mano.

 —      ¡Mira!—y saqué del bolsillo una navajita, ya hacía mucho escondida—. Me la hicieron nuestros muchachos. Ellos esperan la señal. Como le deis largas yo mismo mataré al alemán y me apoderaré del avión.

Sokolov llamó a Némchenko, éste se dejó resbalar al embudo y empezamos a patear la tierra con viveza. Némchenko comprendía que no le habíamos llamado allí para esto, trabajaba y aguardaba.

—       Condúcenos a la caponera extrema —le ordenó Sokolov.

Este le miró asustado, dispuesto a negarse o, quizás, a escuchar alguna explicación. Sokolov agregó:

—       Junto al mar...

Salimos del embudo. Krivonógov se acercó a Sokolov. Adivinaba que habíamos cambiado impresiones y esperaba la orden.

—       Vamos hacia el mar. Allá...

Echamos la tierra de cualquier manera en el embudo, Némchenko formó a la gente y les dijo a donde debían dirigirse. El vachman abandonó su hoguera.

¡Cuantos planes habíamos discutido! Y, de pronto, empezábamos a poner en práctica otro, por completo inesperado, íbamos en dirección al mar, hacia las caponeras extremas, donde también podía haber embudos, para allí, en un sitio apartado, desembarazarnos del guardián. Arrastramos los pies, encorvados, en contra del viento, vamos hacia el mar. Iván Krivonógov esconde el hierro pegado a su carne, yo llevo mi navaja y un trozo de hierro en el macuto. Los camaradas se dan cuenta por qué nos trasladan de pronto y con tanta prisa de un extremo del campo a otro, siguen obedientes, incluso se apresuran. ¡Que llegue lo antes posible, cuanto antes mejor! Ya no hay retroceso posible.

El vachman nos sigue sumiso.

Durante cierto tiempo marchamos junto a los aparcamientos de los aparatos. Junto a ellos encontrábamos a gente. De pronto ví una caponera vacía, posiblemente, el "Junkers" hacía varios días que no regresaba, pues no se veían huellas ninguna de su permanencia. Al lado, a unos diez metros, los mecánicos preparaban un bombardero para el vuelo: calentaban los motores y metían las bombas por la escotilla de lanzamiento. Recorrí todo con la mirada: la caponera vacía, el avión con los motores en marcha, pocos hombres... Y en mi cabeza nació fugaz otro plan, completamente inesperado. Me faltó poco para que me hiciera gritar aquella ocurrencia insólita y casi mandé detenernos en el acto, pues pronto pasaríamos de largo del "Junkers".

 Acercándome a Sokolov, le dije:

—       ¡Nos apoderaremos de este avión!

Posiblemente todos oyeron mis palabras, pues el grupo se apretó más, esperando lo que diría después. Más que aconsejar ordenaba:

—       Junto al "Junkers" no hay aviadores, sólo técnicos.

Vean, uno en la cabina y el segundo sobre el ala. ¡Vania, tú a la cabina, yo y Némcheníco al ala!

Todos oyeron mis palabras y sin necesidad de ordenárselo, el equipo se dirigió hacia la caponera vacía.

Yo no quitaba ojo del "Junkers", pues sólo su disposición para el vuelo era lo que nos importaba. La suerte del vigilante ya no me preocupaba: nos esconderíamos tras los altos terraplenes y el ruido de los motores apagaría todo...

Se puso en marcha un motor más. Otro giraba lentamente su hélice y de un momento a otro también rugiría. Nos acercamos a la caponera vacía. Yo tenía la mirada clavada en el avión.

Pero, ¿qué era aquello? ¿Era así, realmente, o sólo me había parecido?

No veo un alerón en el ala.

—       ¡El aparato está averiado, no volará!—digo en voz alta, para que todos lo oigan y comprendan que no debemos empezar.

Y todos, como si hubieran tropezado con un obstáculo invisible, se pararon.

¿¡Adónde ir, para qué seguir adelante!? El vachman, percatándose de lo sucedido —el equipo se había acercado por propia iniciativa a un avión con los motores en marcha— gritó tonante: "Haití".

Me sentí impotente, aniquilado. ¿Qué habría pasado si hubiéramos matado al vigilante? ¿Cómo no me di cuenta antes de aquel ala desplumada? ¿Por qué no adiviné que, al no haber allí aviadores, al aparato le ocurría algo?

Estábamos como si los pies nos hubieran echado raíces, mirábamos al avión que tan cruel mala pasada nos había jugado, oíamos cómo gritaba ensordecedoramente el vachman: ¿Por qué vinieron aquí? ¿Para qué se acercaron tanto al avión? ¿Qué trabajo era el que deberían hacer? ¡Cerdos! ¡Idiotas! ¡Tarugos!...

Los que estaban cerca del avión oyeron las voces del vigilante y se apercibieron. Los mecánicos alemanes, tomando unas palas, saltaron a nuestro encuentro, para defenderse ellos mismos y proteger el aparato.

—       ¡Atrás!

El vigilante estaba enfurecido, irritado con él mismo por su descuido. De que habíamos intentado acercarnos a un avión de combate con los motores en marcha (que le faltaba el alerón, el vachman no lo vio, y no entendía de ello) con el propósito de hacer algo prohibido, no le cabía la menor duda ya. Se arrojó sobre los primeros y, maldiciendo, la emprendió a culatazos con las cabezas de los hombres.

—       ¡Aprisa! ¡Aprisa!

Ya íbamos a la carrera, pero él nos exigía que lo hiciéramos más aprisa. Luego, ordenó pararnos. Llamó a Sokolov y le mandó que condujera a la brigada, a la carrera, hacia los hangares. Escuchamos esta disposición y tuvimos todo claro: nos llevaban allí donde había muchos vigilantes, y alguno de nosotros pagaría con su vida mi imprevisión.

—       ¿Cómo salvarnos? ¿Cómo enmendar el yerro?

Sokolov, respirando agitado, corre a mi lado, no en la formación, no, pero veo que trata de mantenerse junto a mí. Como todos, está desesperado. No sabe cómo aplacar la ira del SS. ¿Quizás espera que yo le aconseje?

Volodia corre junto a mi hombro. "¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué?" —oigo esta pregunta en su respiración sibilante. La oigo entre el rítmico arrastrar de los pesados chanclos de madera. ¿Cuánto tendremos aún que correr? El pecho parece despedazarse...

—       No nos lleves a los hangares —digo a Sokolov—, lo contará y nos fusilarán...

Sokolov me miró y corrió aún algunos minutos silencioso. Y, de pronto, se desplomó sobre la mojada nieve, en el mismo barro. Todos nos compadecíamos del camarada, pero nadie podía ayudarle: se nos había ordenado correr. Siendo el último en la formación, tuve tiempo de echar una mirada al postrado. Ví que faltó poco para que el vigilante le pisara. Sokolov se incorporó en los brazos y sin levantarse, dijo, dirigiéndose al vachman:

—       Señor primera, nos habían ordenado arreglar la caponera abandonada. ¿Por qué nos maltrata usted, entonces?

Escuchando la súplica a él dirigida, el vachman vaciló un instante.

               Haití —gritó, y nos detuvimos en el acto.

—       Señor primera, debíamos arreglar la caponera. Ya había convenido yo, señor primera, que traerían allí la comida, a usted y a nosotros

El vigilante no tenía razones para no creer al ayudante del responsable de la brigada de trabajo. Hasta pareció sentirse un poco culpable de que se le ocurriera aquello y de que nos hubiera hecho correr casi un kilómetro a marcha forzada.

Emprendimos el regreso hacia la caponera desocupada. Miradas agudas, alarmadas y resueltas, miradas convenidas se transmitían de uno a otro. Los corazones latían incontenibles.

 

2

El vachman nos condujo a donde le habíamos pedido, nos creyó, pero estaba sobre aviso. Nos pusimos a trabajar con tal ardor en aquella labor, absurda y a nadie necesaria, que bajo la bóveda de la caponera se levantó un torbellino de nieve.

Mas, probablemente, nuestro afán no causó al vachman la debida impresión, pues se detuvo a unos treinta metros de nosotros y allí se quedó plantado. Fingíamos estar absorbidos por la faena, indiferentes a todo cuanto nos rodeaba, y no sólo respecto al vigilante, pero yo seguía atento cada movimiento suyo. Con él, en primer lugar, estaba ahora vinculada nuestra suerte...

Por fin, el vachman sintió frío, se metió las manos en las bocamangas, sosteniendo el fusil contra el vientre. Se puso a andar, a dar saltitos... Sacó la pitillera, encendió el mechero y se puso a fumar. Pero no se colgó el fusil del hombro, sino que continuó manteniéndolo delante, preparado.

El tiempo pasaba implacable. Pronto llegaría el descanso para la comida. Uno de los muchachos, subido al montón de tierra, comunicó:

—       ¡En el "Heinkel" enfundan los motores!

Esto significaba que de un momento a otro los técnicos abandonarían el aparcamiento. Si ahora no conseguíamos lo nuestro... Parecía que la tierra nos abrasaba las plantas y que la bóveda celeste se llenaba de un sonido, por momentos más fuerte.

—       Reúnan palitos... Recuérdenle la hoguera.

En la misma entrada de la caponera se levantó un montoncito de ramas secas, que sólo hacía falta encender.

El vachman picó en nuestro anzuelo. Nos arrojó su mechero. Bailoteó la llama bajo el montón de maderas, olió a humo y se expandió un calorcillo vivificante. La manos se tendieron por sí solas hacia la candela, pero no pudimos calentarnos. El vachman nos gritó, ordenándonos alejarnos de la fogata. El mismo quería calentarse. Uno de mis camaradas tanto se apegó al calorcillo, que no le dio tiempo a retirarse a punto y el vachman le dio un culatazo implacable:

—       ¡Lárgate!

 No era la primera vez que veíamos cómo golpeaban con la culata a un hombre que extendía sus manos hacia la llama. Pero yo —perdóname, víctima— me alegré de aquel golpe cruel. Con aquel maltrato, el vachman firmó su condena de muerte. Y así lo habría leído en nuestras miradas si se hubiera fijado en nuestros ojos.

Nos amontonamos en un rincón, lejos del vigilante.

El tiempo apremiaba. Le dije a Sokolov:

—       Mira a ver si hay alguien por las cercanías.

Sokolov sabía ser artero, incluso en momentos tan críticos. No se subió al terraplén, sino que se dirigió al vachman:

—       Señor primera, permítame echar un vistazo y cerciorarme si nos traen la comida.

—       ¡Ah, sí, bitte! —respondió el vachman, casi con finura.

Sokolov, de pie encima del terraplén, me hizo la señal: no se veía a nadie. Guiñé un ojo a Krivonógov: "Éntrale por detrás". Vania ya tenía dispuesto su hierro.

Los que sabían que la muerte del vigilante equivalía a su libertad, estaban alterados, aguardando los minutos decisivos. Pero los que no sabían nada, miraron espantados a Krivonógov.

Este ya estaba a espaldas del SS de primera quien, en cuclillas junto a la hoguera, se calentaba las manos. Iván apretaba el hierro en sus manos y sus ojos echaban fuego. Sin embargo, supo dominarse y no se apresuró. Pareció preguntarme con los ojos: "¿Le doy?"

Yo me encontraba exactamente frente a Krivonógov, delante del vachman, a cierta distancia de éste. Eché a andar en línea recta hacia el vigilante, temiendo que se volviera y viera a su espalda a Krivonógov y le diera tiempo a disparar su fusil. Debía llamar su atención sobre mí y, al mismo tiempo, no perder la tranquilidad para no provocarle. Pero, viendo a Krivonógov, dispuesto a romperle la sesera al SS, yo mismo me enfurecí de pronto. El vachman me miró y no pudo comprender qué me pasaba. ¿Por qué avanzo hacia él sin llevar nada en la mano?

Di unos cuantos pasos más. Sintiendo una alegría imposible de expresar, no grité, sino que sólo asentí con la cabeza: "¡Dale!"

El golpe de Krivonógov fue mortal. En el último instante, el vachman me miró a los ojos, por primera y única vez. Su mirada estaba llena de espanto.

Después se desplomó. Mientras tanto, algunos hombres se abalanzaron hacia Krivonógov con los puños cerrados y las caras descompuestas por el miedo. La muerte del alemán era la muerte para todos.

 Agarré el fusil, tirado en tierra, y monté el cerrojo:

—       ¡Atrás! ¡Al que toque a Krivonógov le agujereo la frente! ¡Dentro de unos instantes saldremos volando para la patria!

Ahora todo estuvo claro también para los restantes. Le entregué el fusil a Krivonógov y, tirando de la manga a Sokolov, salí corriendo con él de la caponera. Había que llegar cuanto antes al avión. Los segundos eran preciosos. ¡Pronto, pronto, al "Heinkel"!

Pero faltó poco para que nuestro cálculo respecto a la puntualidad alemana nos jugara una mala pasada. Nos vamos acercando desapercibidos a la caponera, vamos arrastrándonos y, de pronto, oímos tras el terraplén voces. Nos dejamos caer boca abajo en la nieve. Significaba que los mecánicos aún no se habían marchado a comer. Debíamos permanecer en tierra en tanto no abandonaran la caponera. Estamos tumbados, precisamente, frente a la salida trasera. Si alguien viene hacia aquí no tendremos salvación. Oigo cómo late acelerado mi corazón. Temo que se reviente, que sus latidos los oigan los alemanes...

Poco a poco vamos acercándonos hasta el extremo de la red de enmascaramiento y nos ocultamos con ella. No quitamos ojo de los mecánicos. En efecto, ya terminan su trabajo, recogen las herramientas, colocan una escalerilla bajo el ala, en el sitio acostumbrado, como lo hacen también nuestros técnicos.

Se alejaron.

Estuvimos esperando como cosa de un minuto y nos lanzamos hacia el avión. Bajo las anchas alas del "Heinkel" sentí de súbito miedo. ¡Qué enorme es! ¿Sabré yo levantarle al aire? Una mole como aquella, con unos brazos y unas piernas tan débiles como los míos...

Debajo del aparato hay una puertecilla, comienzo a empujarla para entrar, pero está cerrada con llave. Como es natural, nosotros carecemos de ella. Corro hacia la escotilla de bombardeo y veo que tampoco se abre. Sokolov está a mi lado, me mira desconcertado, espera.

—       Encarámame al ala —le ruego.

Sokolov me agarró y me aferré al ala. Los dedos resbalaban por los remaches mojados y a Volodia se le acababan las fuerzas. Quede unos instantes colgado y caí como una pelota a tierra. Ví unas mordazas de sujeción y pensé golpear con ellas la cerradura, pero eran demasiado ligeras, necesitaba algo más pesado. Un calzo. Esto valía. Golpeé una vez, otra, y el duraluminio cedió, se hundió. Metí la mano, corrí el cerrojo y la puerta se entreabrió. Saqué la mano toda desollada y sangrando.

El fuselaje al que entré, me pareció una casa auténtica. Tan grande aún no lo había visto nunca. Me lancé a la cabina.

Delante tenía el sillón del piloto, a la derecha un banquillo cubierto con hule negro, seguramente para el observador. Me dejé caer en el asiento y me hundí en él de tal manera que mis pies quedaron en alto. El piloto coloca obligatoriamente debajo de sus posaderas el paracaídas plegado en un saco. Yo carecía de paracaídas. Me fijé en un cajón, lo coloqué en el sillón y me senté encima.

—       ¡Quita las fundas! —mandé a Volodia, que se encontraba en tierra.

Volodia desenfundó en un santiamén uno de los motores. Aparecieron ante mis ojos las aspas de la hélice, los instrumentos "sabidos", los pedales bajo los pies, la palanca de mando, las anchurosas alas; esto bastaba para que un piloto, incluso en tales condiciones, se supiera dominar, concentrarse, sentirse fuerte. Encontré la bomba, inyecté varias veces combustible, después establecí el encendido y apreté el botón del arrancador.

Ningún movimiento, el motor callaba.

¿Cómo pude olvidarme de que a mi espalda hay un pequeño interruptor de palanca y que mediante él, precisamente, hay que conectar la corriente a los motores y a los aparatos? Me alegré de que me acordé de esto, me volví y lo encajé seguro. Pulsé de nuevo el botón de la puesta en marcha, pero ni una aguja se estremeció. No había corriente.

¿Por qué no empecé por conectar el acumulador? Cuando detrás del respaldo blindado, hay toda una batería de acumuladores, que se utiliza para poner en marcha los motores. ¡Sólo en eso residía la causa!

Agarré el respaldo blindado y lo incliné.

Estaba vacío.

El pensamiento del crac, del fracaso, me paralizaba. Las piernas se negaron a obedecerme y me desplomé. Pude recordar aún el momento en que mi cabeza chocó contra algo duro.

Puede ser que el frío del hierro, en el que estaba postrado, o quizás las voces, o bien pudiera ser la alarma que me embargaba, el caso es que recobré el conocimiento. Me levanté ayudándome con los brazos y ví nuevamente el hueco vacío en el respaldo, me arrastré hacia la escotilla. Lo primero que vi fue a Piotr Kuterguín, vestido de pies a cabeza con el uniforme del SS. A su lado, Sokolov, Némchenko, Serdiukov, Emets, Urbanóvich, Adámov...

Todos hablaron a la vez:

—       ¿Por qué no pones en marcha los motores?

—       ¿Es que no sabes?

—       ¿Qué hacer, entonces?

—       No hay acumuladores... —respondí, apenas moviendo los labios.

Alguien soltó un lamento, como herido de muerte por una bala.

—       ¡Hay que encontrar la carretilla! ¡Búsquenla! Recuerden, ¿no la vieron?

Y   en    un    momento   todos   desaparecieron   de   mi   vista. Corrieron en todas direcciones.

Miro y veo que arrastran la carretilla, y en ella la batería de acumuladores. La confusión y la inseguridad desaparecieron como por encanto. Me enderecé sobre las piernas, completamente otro del que era hacía un minuto: pletórico de energías y de fuerzas. Ya hay uno que arrastra una escalerilla, chirriando con sus ruedecillas, desde sus peldaños me alargan el cable.

—       ¡Desenfundar! —dicto audaz esta orden, pues mantengo en mi mano el cable terminado con una gran clavija de enchufe.

Unos arrancaban las fundas, otros retiraban las mordazas de sujeción, yo, conectando la corriente, sentía cómo runruneaban los aparatos, veía cómo bailoteaban las agujas, se encendían los indicadores multicolores.

La emoción me abrasaba y el sudor me corría a chorros por la cara. Me faltaba aire. Me despojé del "mantel" y de la chaqueta y los puse en el asiento, para que estuviera más blando, y me quedé en camisa. ¡Clavé la mirada en los aparatos, sólo en los aparatos, sólo en el avión!

Nuestro larguirucho "vachman", con capote y el distintivo de SS, ceñido por el cinturón disponía diligente abajo. Apartaba todo lo que podía impedir el paso del aparato y la alegría le hacía a veces levantar ambos brazos. Krivonógov estaba con el fusil, guardando los accesos a nuestra "fortaleza".

Apreté suavemente el botón del arranque. El motor runruneó: ¡zhum-zhum-zhum! Conecté tranquilo el encendido, el motor dio unos cuantos resoplos y empezó a zumbar. Aumenté el gas y rugió. En torno a las hélices el aire se hizo puro, transparente.

Puse en marcha el segundo motor.

El aeródromo era indiferente al ruido de nuestro avión. Me imagino fácilmente cómo reaccionan a esto los técnicos y los pilotos. Estarían comiendo con toda tranquilidad... Por eso no temo probar el motor a todo gas, a diferentes revoluciones. Me siento seguro, incluso despreocupado. Nadie nos impedirá ya tomar impulso, no nos impedirán despegar. Las hélices tiran del avión.

Ya se puede dar la señal a Krivonógov para que retire los calzos que retienen el tren de aterrizaje y que suba a reunirse con nosotros.

Un movimiento de cabeza bastó: Iván corre hacia las ruedas. Yo me incorporo sobre el asiento y sigo los esfuerzos que hace para retirar los calzos. Prueba a sacar uno y no puede. Hago una señal con la mano a Iván para que apriete el cerrojillo y pliegue el calzo, entonces se puede tirar de él con facilidad, más de una vez hemos ensayado esto convencionalmente. Mis camaradas, los que nunca habían estado antes junto a un avión con los motores rugiendo, prepararon el aparato inmejorablemente para el vuelo. ¡Y para qué vuelo! Iván era el que estaba más nervioso, apioló al vachman y el pobre, se había olvidado de todo.

Grité a Sokolov en la misma oreja, éste saltó a tierra y mostró a Iván lo que debía hacer. Por fin, todos estamos a bordo. Los camaradas están sentados juntos, esperan a que arranquemos del sitio.

Necesitamos llegar a la plazoleta de salida. Sólo desde allí se puede empezar la carrera de impulso contra el viento hacia la mitad despejada del campo de vuelo.

Ordeno a todos que se oculten en el fuselaje y me arrellano más en el sillón. Pruebo de nuevo los motores. Recorro con la mirada el aparato desde el ala izquierda hasta el ala derecha, como me enseñaron en la escuela. Adelanto con suavidad el acelerador y el aparato arranca sin tirones. Le retengo con los frenos y se detiene. Todo está en orden. ¡Ahora, a todo gas!

El "Heinkel" rodaba por la pista de hormigón.

Tierra extraña, cielo extraño, avión extraño, no nos traicionéis a nosotros, gente que se ganó el derecho a salvarse de la muerte. Confiamos en vosotros, prestarnos ese servicio y más de una vez en nuestra vida os recordaremos con gratitud. Tenemos por delante toda la vida, hoy nacemos por segunda vez.

El avión rodó varias decenas de metros y se encontró en medio del campo de vuelo. Desde allí dominábamos todas las direcciones, pero también se nos veía a nosotros. Durante mucho tiempo no fuimos nada, una muchedumbre que miraba a diario a sus pies, sólo para no tropezar y no caer para siempre. El avión nos encumbró, haciendo que cada cual sienta que se mueve en un ambiente más espacioso y más luminoso. Pero en la cabina yo estoy como en una pantalla. Mi camisa blanca salta a la vista y tenemos que rodar hacia la salida por la misma pista que utilizan al aterrizar los "Messerschmitt" que regresan de los servicios de combate. Si me salgo del hormigón me atascaré en el barro.  No me queda otro remedio que encogerme en el asiento, meter la cabeza en los hombros, como si quisiera esconderme de mí mismo.

Los pilotos, que pasan con sus aparatos junto a nosotros, miran desde sus cabinas, les choca algo, pero, posiblemente, no les da tiempo a verme bien. Cuando vienen al encuentro aviones, acelero el aparato, para pasar de largo antes.

Sobre el aeródromo aparecen grupos de "Junkers", regresan del frente y tomarán tierra de uno en uno en la pista de hormigón, desde la cual yo debo despegar.

La mujer del mono negro está en la plazoleta de salida y, levantando su banderita, va recibiendo a los "Junkers". No me presta atención, no tiene tiempo para ello. Yo, por mi parte, no me acercaré a ella, pues no lejos habrá teléfono: comunicación directa con el servicio de guardia del aeródromo.

Para ganar tiempo, dirijo mi avión en dirección a los hangares y regreso al punto de salida cuando aterrizó el último "Junkers". Sin aguardar el permiso para el despegue, corto el ángulo de viraje, me pongo sobre el hormigón y ¡doy a los motores su potencia máxima!

La tierra corría, flotaba, volaba debajo de nosotros. Nuestros pensamientos los teníamos puestos en el aire. Mi atención la centro en los motores —que deben funcionar sincrónicamente— fijando la mirada en una pequeña lomita, situada al final del aeródromo. Es el punto de referencia.

Las alas ya habían adquirido suficiente fuerza. Era el momento de despegar el avión de la tierra. Para ello debería colocar el aparato en posición en la que se apoyara en dos puntos, y no en tres. Empujo adelante la palanca de mando.

La cola no se levanta.

Empujo a fondo la palanca, me dejo caer sobre ella con todo el peso de mi cuerpo, pero el "Heinkel" sigue su carrera furiosa por el hormigón, sin levantarse de él.

Fuerzas desconocidas empujan la palanca de mando hacia atrás. Esas fuerzas pueden más que mis brazos.

¿Acaso la velocidad es poca?

No, es más que suficiente.

Empujo la palanca de mando con más ahínco, el avión ora cae sobre el ala izquierda, ora sobre el ala derecha, vacila como un ave herida. Suelto la palanca. Así no podré levantar vuelo...

El avión va lanzado hacia el mar.

¿Qué pude haberme olvidado?

Sólo dispongo de unos segundos para recordar, para enmendar el yerro. Me domino yo y el aparato, pero no hasta el fin. Hay algo que me lo impide.

Pero, ¡¿qué?! ¡¿qué?!

¿Quizás no haya quitado las mordazas del empenaje de cola y éste no reacciona a mis mandos? Hay que cesar la carrera de despegue.

La enorme extensión del mar se me viene encima.

Cierro bruscamente el gas y los motores dejan de rugir. La velocidad no disminuye, pues el aeródromo desciende suavemente hacia el mar.

Me olvido de todo: de los camaradas, de la evasión, del cerco en que estamos. Nos quedamos a solas el avión y yo. Este me lleva raudo hacia el mar. Le hice correr y me obedeció sumiso. Pero no quiere separarse de la tierra y yo no sé cómo dominarle. Ahora me corresponde a mí librarme de su dominio.

El límite del frenado normal y de la deceleración ya ha sido superado. Lo dejé atrás y entré en la zona de muerte. El miedo se apodera de mí. Pero aún mantengo la palanca de mando en mis manos y mis pies descansan en los pedales de los frenos. Lucharé hasta el último segundo.

Pisé bruscamente el pedal de freno. La cola del avión se levantó. Si no hubiera levantado el pie del pedal de freno, el "Heinkel" habría capotado, dado una voltereta y todos habríamos quedado bajo sus restos o ardido con él.

Solté los frenos y la "muleta" golpeó el hormigón. ¡Otra vez más, otra! La velocidad es ya mucho menor, pero aún no podemos virar.

Se acabó el hormigón, rodamos por un campo nevado, por arena y hierba. Ya divisamos las rocas contra las que rompen las olas.

Nos quedaban unos instantes de vida.

Ni pensamientos, ni esperanzas, ni salida. Pero tampoco me domina ese desconcierto que paraliza el cerebro. Estoy entregado por completo a la intuición, al instinto de conservación.

Entorno los ojos, el mar está ya demasiado cerca para mirar adelante. Los últimos movimientos aprendidos: piso con todas mis fuerzas sobre el freno de la rueda izquierda y acelero las revoluciones del motor derecho. En los últimos metros de terreno llano, ante el mismo precipicio, el avión vira con un bandazo insólito, jamás visto... Es tal su inclinación que un ala y una rueda quedan en el aire, mientras que la otra hace un surco en la tierra.

Se produce un golpe ensordecedor contra el suelo.

De pronto, en la cabina se hace la más completa oscuridad.

¿Qué es esto? ¿Humo? ¿Arde el aparato?

No, es que le envuelve una nube de polvo y de nieve.

¿Estaría roto el tren de aterrizaje y el avión se desliza sobre el fuselaje por tierra? No, nos mantenemos sobre las ruedas, giran las hélices, los motores funcionan.

 La nube de polvo levantada se disipa y en la cabina se hace la claridad.

Nuestro "Heinkel" está al borde mismo del abismo, no está averiado en ningún sitio y tenemos otra vez delante el aeródromo. ¡Aún lucharemos por la vida!

Los camaradas me rodean, aguardan qué haré ahora. Volodia Sokolov me mira a los ojos, busca explicaciones, respuesta a todo lo ocurrido y a lo que sucederá.

Le grito en el mismo rostro:

— ¡Baja y mira si quedaron algunas mordazas aún!

Se cuela por la escotilla. Disponemos de unos segundos. Los camaradas están alarmados. Con ojos llenos de intranquilidad e impaciencia miran y esperan mis actos. Me maldigo de haber emprendido la fuga en un bombardero, cuyo manejo desconozco y que, por lo mismo, no puedo remontar al cielo.

Igual que diez minutos atrás, el aeródromo se extiende ante nosotros. Pero ahora ya es distinto. La encargada de la salida recordó cómo nos dispusimos al vuelo sin su permiso y emprendimos la carrera como unos piratas. La mujer vestida de negro ya se lo habrá comunicado, con toda seguridad, al oficial de guardia. La nube de polvo cruzó todo el campo y, probablemente, la vieron todos.

Volodia sube al avión y mediante gestos y gritos dice que no hay ningunas mordazas.

Pruebo con la palanca de mando el timón de altura y me convenzo de que eso es así. El cerebro parece reventárseme. ¿Qué hacer más? ¿Qué le ocurre al avión?

Hacia nuestro "Heinkel" vienen corriendo unas figuras. Suben a la escarpada, donde está emplazada la batería antiaérea.

Más de una vez vi los tubos de las piezas, que se erizaban espesos en torno al aeródromo. Los emplazamientos de los antiaéreos no me importaban un bledo y nunca les presté atención y cuando discutíamos nuestro plan de evasión jamás los tuvimos en cuenta. Nuestro vuelo nos lo imaginábamos como un relámpago.

Ahora veo cómo corren hacia nuestro avión de todas partes los soldados de los antiaéreos. Ellos, naturalmente, vieron cómo a su avión le faltó poco para evitar una catástrofe, cómo viró en medio de una nube de polvo y oyeron el ruido que hizo. ¿Adivinaron quiénes éramos o, simplemente, se interesan por conocer lo ocurrido? No, es poco probable que sepan algo.

Así apreciaba yo la situación, viendo cómo se acercaban confiados los soldados y cómo me miraban con ojos de asombro. No pueden comprender aún quién está en la cabina. Sólo ven que el piloto va vestido de una manera extraña.

 Todos advirtieron que en el aeródromo sucedió algo, pero a nadie se le ocurrió pensar que los partícipes y los culpables de este suceso fueran prisioneros.

 

3

Cuando el avión daba bandazos ora a la derecha, ora a la izquierda, los muchachos sufrieron coscorrones en la cabeza, pues eran zarandeados como la carga no sujeta a la caja del camión. Cuando di el viraje fue aún peor. El vuelo, claro está, se lo imaginaban un poco distinto y cuando paré el aparato y me puse a pensar, los camaradas estuvieron unos instantes silenciosos y aguardando pacientes. Pero cuando vieron que los soldados alemanes rodeaban al avión, cuando vieron que yo seguía inerte y que aguardaba no sabían qué, la ira y la indignación pudieron más.

Alguien agarró el fusil y se me acercó:

—       ¡Nos rodean!

En efecto, los soldados acudían hacia nuestro avión de todas partes, a pie y en bicicletas.

—       ¡Despega! —me gritó amenazador alguien sobre la oreja. Y sentí el frío de una bayoneta en la espalda.

—       ¡Nos engañaste, canalla!

—       ¡Acabemos con el miserable!

Me volví hacia ellos, sin descuidar el avión, y vi caras conocidas, queridas para mí, descompuestas por la desesperación y por un miedo mortal.

"Pueden matarme" —pensé fugaz. Miré a Sokolov, que no perdía la serenidad, miré delante de mí y, de pronto, se me ocurrió una decisión.

Me llenó con la luz de la esperanza y centuplicó mis últimas fuerzas.

Comencé a gritar a voz en cuello a los camaradas lo que se me había ocurrido. Pero no me oían nada, se lo impedía el ruido de los motores. Sólo por la expresión de mi rostro y por mis ojos podían adivinar que yo no quería entregarme, que ahora mismo conduciría adelante al avión.

Sokolov fue seguramente el primero que comprendió esto. Dio un tirón de los brazos al que empuñaba el fusil y éste cayó al suelo. Volodia lo tomó y se arrimó a mí. Sentía que por la espalda ya no había peligro. Pero los hitlerianos estaban ya encima. Distingo perfectamente sus capotes desabrochados, sus caras enrojecidas y sudorosas, sus ojos llenos de asombro. Grito de nuevo e indico a los camaradas que se retiren, que se escondan en el interior del fuselaje y, encorvándome, reuniendo todas mis fuerzas, suelto los frenos. El avión rueda derecho hacia los soldados, quienes no esperaban que su "Heinkel" se les echara encima. Pero, por lo visto, comprendieron por fin que en la cabina había un piloto-prisionero y se diseminaron. Los que estaban más lejos, fuera de peligro, sacaron las pistolas. Otros, corrían hacia los antiaéreos.

Habíamos ganado tiempo.

Tiempo, pero no la victoria. El avión corre de nuevo raudo hacia el extremo del aeródromo, desde el que comenzamos el despegue.

Doy la velocidad máxima. Necesito alcanzar lo antes posible la plazoleta de salida. Despegar desde aquí, desde él lado del mar, es completamente imposible: en este extremo del aeródromo se alzan los postes de las antenas de la radio, árboles y edificios...

Y de nuevo me encuentro a solas con el avión. Incomprensible aún, pero, de todos modos, en mis manos. No veía nada de lo que se hacía a los lados: sólo cruzaban fugaces los aviones en los aparcamientos y los que rodaban hacia la salida. Debo levantar vuelo mientras los antiaéreos no están dispuestos para romper fuego... Mientras no hayan podido comunicar lo que vieron... Mientras no se ordene despegar a los cazas...

Y otra vez rodamos por el hormigón. No llegamos hasta la plazoleta de salida ni adonde estaba la reguladora. Actué como un pirata del aire, yo mismo impuse las reglas de vuelo.

Empujé adelante la palanca de mando y el avión, con sus motores rugientes, adquirió intensamente velocidad. Recuperé de nuevo mi anterior seguridad: el aparato avanzaba raudo por un campo duro y llano.

A lo lejos ya divisaba el alborotado mar... Había llegado el momento de despegar. Tiré hacia mí de la palanca. La velocidad es ahora mayor que antes. Pero la palanca me aprieta otra vez contra el respaldo del asiento, me oprime el pecho. Mientras tanto, el avión corría en la misma posición que antes.

Cierta tortura, unas convulsiones desconocidas bambolean el aparato de una ala a otra.

¡¿A qué se debe esto?! ¡¿A qué?!

Si esta vez no consigo despegar enfilaré el avión a la derecha, hacia donde están los aviones...

Se me ocurre pensar, además: simplemente puede ser que me falten fuerzas para llevar a fondo la palanca de mando.

En las tinieblas se enciende una luz: sólo con esto puedo yo comparar la conjetura que me asaltó, y que tanto tiempo vagó en mi cerebro febril.

Fenómenos semejantes ocurren en los aviones cuando los trimms del timón de altura están colocados en la posición de "aterrizaje", y no en la de "despegue". Pero, ¿dónde se encuentran las palanquitas que mueven los trimmers? ¿Dónde estarían en aquel tablero lleno de aparatos?

Hubiera podido subsanar rápidamente esta anormalidad, pero tenía encima la mole del mar. Veo de nuevo las enormes rocas, contra las que rompe el oleaje.

Pero si tengo tan pocas fuerzas para empujar a fondo la palanca de mando...

—       ¡Empujad! ¡Empujad aquí!

Grité de tal manera que los camaradas oyeron mis voces en medio del rugir de los motores. Les indiqué por señas la palanca junto a mi pecho.

Varias manos esqueléticas y famélicas se posaron en la empuñadura de la palanca, junto a las mías, y ésta se desplazó adelante.

El avión se enderezó en el acto. Se levantó su cola y bajó su proa. El aparato rodaba ya sobre dos ruedas del tren. ¡Esa es la posición, después de la cual, el aparato se separa él mismo de la tierra!

Yo temía que mis amigos soltaran la palanca de mando y seguí suplicándoles, ordenándoles, rogándoles:

—       ¡Empujad! ¡Empujad! ¡Empujad!

El roce de las ruedas contra el hormigón se hizo más suave, luego tangencial y, al fin, cesó por completo.

El pesado avión flotaba en el aire. Bajo sus alas, cerca, muy cerca, pasaron los cañones de los antiaéreos, las rocas mojadas, cubiertas de espuma.

¡Adiós, tierra infernal de cautiverio! ¡Adiós, campo de concentración de Usedom!

La libertad abría ante nosotros sus horizontes.

 

4

Daba la impresión de que el avión pendía inmóvil entre las nubes. Los indicadores mostraban que ascendíamos, en tanto que la masa grisácea no se disolvía. No veíamos las alas y en la cabina reinaba la misma oscuridad que si fuera de noche. Los camaradas se recogieron, callaban. ¿Dónde estaría el fin de aquella incertidumbre?

A veces, el avión se hundía en los "baches", daba bandazos. Yo me esforzaba por no hacer ningún movimiento imprudente y evitar que el aparato resbalara. Esto podía sacar a nuestro "Heinkel" de entre las nubes, lo único que nos faltaba para ser blanco de las ametralladoras de los "Fokke-Wolff", que corretearían por debajo.

Alejarnos lo más posible del mar, de la tierra firme... ¡Remontarnos por encima de las nubes!

Los minutos se nos hacían insufriblemente largos. De pronto, se hizo la claridad. Luego, oscureció aún más. ¿Dónde estás, sol tan ansiado?

Y de súbito, ¡una claridad infinita! Sol, un azul celeste, una inmensidad límpida por encima de las nubes.

—       ¡Muchachos! ¿Dónde está el reloj?

Recordé el reloj tomado al vachman. Sólo con su ayuda podía orientarme y establecer la derrota.

Sokolov y Krivonógov me trajeron un reloj pequeñito, ajeno. Marcaba las 11 horas y 45 minutos, hora en que habíamos visto el sol. Desde este momento, el sol y aquella pequeña esfera deberían guiarnos hasta nuestra querida tierra.

El Sur lo teníamos a la espalda, significaba que nuestro rumbo era correcto. Volábamos directamente hacia el Norte, hacia Escandinavia. ¡Lo importante era alejarnos de la isla, de Alemania! Después viraríamos hacia el Este y cuando pasara una hora de vuelo y saliéramos de las nubes, debajo del avión debería estar nuestra tierra.

Yo hice este cálculo sin carta, sin mediciones.

—       ¡Busquen la carta! —grité a los camaradas, empezando éstos a rebuscar por todos los rincones de la cabina y del fuselaje.

—       ¡Encontramos la carta!

¡Magníficos muchachos!.. Tengo ya la carta sobre mis rodillas, toda ella cruzada por una espesa red de gruesos trazos de colores.

Hacia el Norte, hacia el Norte... Los motores rugían potentes, el avión volaba con regularidad y suavidad. Las nubes blancas y deslumbrantes las teníamos muy cerca, debajo de nosotros, yo veía en ellas la silueta del "Heinkel", enmarcado por una aureola. Todo armonizaba a nuestro estado de ánimo y a nuestra dicha. Pero que Adámov y Krivonógov no se aparten de la ametralladora. Los cazas pueden llegar también aquí.

Las nubes fueron arremolinándose, haciéndose temibles. Entre ellas negreaban huecos. Sus separaciones eran más frecuentes y la nubosidad terminó... Debajo de nosotros se extendía un mar oscuro e infinito. Una neblina grisácea...

Surcaban el mar caravanas. ¿De quién serían? ¿Hacia dónde se dirigían? No me olvidaba de que a veces también las acompañaban cazas. Miré con más atención y vi los alargados "Messerschmitt". Jugueteaban sobre los lentos buques, sin elevarse mucho. Pero, ¿qué era aquello? Una pareja de "Messerschmitt" adquiría cada vez más altura. ¿Sería posible que   se   dirigieran  hacia  nosotros?  Así  era.   Advirtieron  al "Heinkel". Pero, seguramente, aún no habrían llegado allí las órdenes, pues los "Messerschmitt" nos dejaron en paz.

La tierra firme apareció a lo lejos con sus sombríos y verticales acantilados. Descendiendo, comencé a fijarme en ella. Los camaradas también pegaron sus caras al cristal y gritaban:

—       ¡Casitas!

—       ¡Bosque!

—       ¡Escandinavia!

En la accidentada Escandinavia también podíamos encontrar un llano para el aterrizaje. Sólo hacía falta dar vueltas para buscarlo.

Di unas cuantas pasadas sobre el continente. Montañas, bosques... Miré al nivel de la bencina. ¡Los depósitos estaban casi llenos!

Se lo hice saber a los camaradas. Inmediatamente se alborotaron.

—       ¡Volemos hasta Moscú!

—       ¡Sólo hasta Moscú! Pongo rumbo al Este.

En nuestro itinerario comenzamos a encontrar nubes. Llegué a la conclusión de que era mejor volar sobre el mar, hacia Leningrado. La tierra era peligrosa para nosotros: podían interceptarnos los cazas, acertarnos los antiaéreos.

El tiempo pasaba veloz y la emoción acrecía. Sabíamos que la tierra querida estaba dispuesta a recibirnos con alegría. Pero, ¿cómo darle a conocer que en este barrigudo "Heinkel", con cruces en las alas y la svástica en los estabilizadores, volamos nosotros?

Llegamos a la conclusión, por fin, de que cuanto más tiempo permaneciéramos en el aire, mayores serían los peligros que nos acecharían. Hacía falta sobrevolar la línea del frente y aterrizar.

Pero, ¿dónde está ella, la línea del frente?

Volamos mucho tiempo hacia el Este, luego viramos hacia el Sur, en línea recta hacia el sol. En algún sitio, no lejos de allí, debía estar la tierra.

Y, en efecto, no tardaron en aparecer sus configuraciones. Una punta arenosa... Una ensenada... Un bosque... Un lago... ¡Y tierra, tierra, por doquier tierra!..

Lo primero que deberíamos hacer era perder altura, para poder observar, descifrar todo lo que ocurre en tierra. Mis camaradas me ayudaban con manos y ojos. No me daba tiempo a reaccionar a todo lo que veían. En algún sitio subía una columnita de humo, en otro lugar se divisaban automóviles. Desde lo alto no se puede discernir qué es nuestro y qué es ajeno...

Por fin lo adivinamos: habíamos volado lejos al Norte, después volvimos al Sur, y la distancia entre los puntos desde donde levantamos vuelo y donde nos encontrábamos ahora, no era más que de unos trescientos o cuatrocientos kilómetros al Este. Muy poco. Ahora volábamos sobre territorio enemigo. Las tropas fascistas se replegaban al Oeste.

¿Qué tomar como punto de referencia? ¿Qué había en la carta de lo que pasaba raudo bajo las alas del avión? No podía reconocer nada.

Vi abajo una franja de terreno, envuelta en neblina. A través de ésta refulgían los fogonazos de la artillería. Estos indicios de la línea del frente los conocía bien. Y ya me disponía a decírselo así a los camaradas, cuando se me acercaron corriendo.

—       ¡Un "Focke-Wulf"!

El caza se nos echó encima. Distingo al piloto en la cabina con el conocido casco y los tirantes del paracaídas, cruzándole los hombros. En el fuselaje y en el estabilizador del avión la cruz y la svástica. Volábamos con el tren de aterrizaje abierto, hacia el lado de las tropas soviéticas y a poca altura. Es posible que esto despertara la curiosidad del aviador alemán. O que acabara de recibir la orden de abatir a un solitario "Heinkel". Mas, por el momento, sólo nos observaba.

En aquellos instantes la artillería antiaérea disparó contra ambos. El "Fokke-Wolff" dio un viraje cerrado hacia atrás, mostrándonos su vientre amarillo. Volábamos sobre el dispositivo de nuestras tropas.

¡Ya estábamos en casa!

Pero había que maniobrar, defenderse de algún modo de los nuestros. Comencé a descender, para "apretarme" contra la tierra. No me dio tiempo. Nuestro avión fue arrojado a un lado, como si algo le hubiera empujado desde abajo. Alguien lanzó un horrible grito de dolor.

—       ¡Arde!

Escuché esta palabra en el mismo instante en que advertí el boquete del proyectil. Un motor despedía llamas.

Era la tercera vez que volaba en un avión incendiado. Dos veces en cazas, cuando llevaba paracaídas, y estaba solo en la cabina. Ahora me acompañaban hombres y me encontraba sin ningún medio de salvamento.

No podía pensarlo mucho. Lancé bruscamente el avión hacia abajo, dejándolo resbalar. Así se apagan las llamas de un caza, aparato ligero y obediente al mando. De la misma forma hacía yo caer a un bombardero pesado y enorme. Que ocurra lo que sea. Lo enderecé sobre las mismas copas de los árboles. Las llamas se habían apagado...

Allí estaba la tierra. Un riachuelo, un puentecillo, una carretera, por la que pasaban camiones. La misma carretera en la que vimos tropas retirándose hacia el Oeste.

Aquí hay menos circulación, sólo pasan de vez en cuando automóviles.

—       ¡Son nuestros!

—       ¡Mirad, los nuestros!

Volar tan bajo era peligroso, pues bastaba con una ráfaga de ametralladora certera para derribarnos y que nos hiciéramos añicos. Pero teníamos que cerciorarnos de que eran realmente los nuestros.

Los soldados alemanes, viendo las cruces en las alas, no correrían a esconderse en las cunetas.

Tras el bosque comenzaba un campo llano, salpicado de manchas de nieve.

Allí podíamos aterrizar.

Recordé al instructor de la escuela de aviación, me pareció escuchar su voz tranquila: "No te apresures, no te excites, Mijail. La sucesividad es lo principal. Cierra el paso del combustible, desconecta el encendido y suelta el tren de aterrizaje". Pero el tren de aterrizaje del "Heinkel" no se recogía y ahora debía romperle en vuelo y tomar tierra sobre el "vientre" del aparato. La tierra mojada y esponjosa atenuaría un poco el choque.

Silenciaron los motores. Las hélices giraban movidas por el viento contrario. Las copas de los árboles casi rozaban la tripa del avión.

Tierra querida, pero desconocida, no seas cruel para con nosotros. Estuvimos buscando esta explanada muchas horas, llegamos aquí volando por encima del mar. Nos hemos confiado en ti, campo, nosotros, cuya vida sólo se mantenía en la esperanza.

Volví la cabeza hacia mis camaradas: ¡Aguantad! ¡Un instante decisivo más! Ellos se apretujaban unos contra otros, dispuestos a todo.

¡Viva la libertad!

¡Un chasquido! ¡Un encontronazo!

El avión pareció rebotar y se desplomó de nuevo. Ruido de cristales rotos en la cabina. Viento helado, barro, nieve.

Rodaron encima de mí varios hombres.

Se hizo un silencio completo. ¿Por qué está tan oscuro? ¿Esto es humo o vapor? ¿Será posible que estemos ardiendo?

Me puse en pie. Mis camaradas se revolvían en la tierra y la nieve que habían llenado la cabina. Había que salir al exterior. Salí como pude de la cabina. Se acercó a mí uno, un segundo, un tercero... ¡Estábamos en libertad! Nos abrazamos, nos apretamos unos contra otros. No sentimos ni frío ni que todos estamos mojados, semidesnudos.

No existe en el mundo alegría mayor que la nuestra. Nos llamábamos a gritos por nuestros nombres, nos abrazábamos de nuevo, sollozábamos y hasta alguien se puso a cantar. Pisoteábamos la gran cruz del ala del avión.

En derredor todo estaba silencioso, no se veía un alma. Esto empezaba a intranquilizarnos. ¿No saldrían corriendo del bosque los soldados hitlerianos?

—       Pero, ¿dónde está Kuterguín?

Piotr faltaba entre nosotros. ¿Quizás se hubiera caído? No, le vieron en el fuselaje antes de tomar tierra. ¿Dónde estaría, pues?

Buscamos en el barro y le encontramos medio muerto, sin conocimiento. Le depositamos sobre el ala y le lavamos la cara con nieve, toda cortada por los cristales y sangrando.

Sokolov no se podía poner en pie y los muchachos le frotaban la frente y las sienes con nieve.

—       ¿Estamos en casa? —dijo con un gemido Volodia, y perdió el conocimiento.

Socorríamos a los débiles, pero todos queríamos ver pronto a alguien, saber dónde habíamos aterrizado. Todo lo que nos circundaba mostraba indiferencia por nosotros.

—       Debemos refugiarnos en el bosque —propuso Krivonógov, empuñando el fusil.

Todos estuvimos de acuerdo con él: en el bosque no hacía tanto frío y podríamos buscar un asilo. Nos echamos al suelo.

—       ¿Quién tiene el reloj? —pregunté.

Némchenko abrió la mano, mostrando en su palma, envuelto en barro, el reloj. Lo tomé y lo deposité en el ala, pedí que me dieran el fusil y lo hice añicos de un culatazo. Nadie dijo ni palabra. No necesitábamos nada que no pudiéramos repartir equitativamente, como compartimos entre nosotros los peligros, las dificultades y las alegrías.

Si tropezamos con los hitlerianos, nos defenderemos.

—       ¡Desmontar la ametralladora!

Adámov trajo del avión la ametralladora y una caja con cartuchos.

Anduvimos como una decena de metros y los hombres empezaron a caerse. El barro se adhería a los chanclos de madera, éstos se hacían aún más pesados y no podíamos despegarlos del suelo. Tuvimos que cargar con alguno y habíamos quedado por completo sin fuerzas.

En un otero traqueteó una metralleta. Nos detuvimos.

—       ¡Atrás! ¡Hacia el avión!

Echamos a correr hacia el "Heinkel", como a nuestra querida casa. Él era nuestra fortaleza. De allí nadie podría expugnarnos. Teníamos una ametralladora, un cañoncito, un fusil y muchas municiones. Las armas nos daban ánimo y nos distribuimos por el fuselaje, apostándonos junto a las ventanillas.

Asumí el mando de nuestra guarnición, ordenando disparar sólo a mi voz de mando. Si los fascistas nos rodean, los dejaremos acercarse y lucharemos hasta el fin. Las últimas balas las reservaremos para nosotros.

Pasaban muy bajas las nubes. Tierra negra, bosque oscuro, surcos arados y el avión aplastado en el barro. Dolía el cuerpo herido. ¿Sería posible que también aquel campo no estuviera aún libre?

A lo lejos, entre los árboles, divisamos algunas figuras. Nos apercibimos de que en torno a nuestro avión sucedía algo. En la carretera, ya más cerca, se detuvo un camión del que saltaron los soldados, diseminándose por el campo.

Nos dispusimos para el último combate.

¿Dónde estaba el enemigo? ¡Que se acerque!

¿Dónde estamos nosotros?

Del bosque salió una ráfaga de metralleta. De un momento a otro comenzaría el fregado...

Alguien dijo:

— Dejemos constancia escrita de nosotros.

Todos estuvimos de acuerdo. Desplegamos la carta, y en su dorso, dictado por todos, uno escribió: "Nosotros, diez ciudadanos soviéticos, que estábamos prisioneros en la isla secreta alemana de Uzedom, preparamos la evasión y el 8 de febrero de 1945 matamos al vachman, un camarada vistió su uniforme, nos apoderamos de un avión alemán y volamos con él desde el aeródromo. Nos tirotearon y nos persiguieron. Aterrizamos en un lugar desconocido. Si los alemanes nos rodean, pelearemos hasta el último cartucho. ¡Adiós, Patria! Dejamos nuestras señas domiciliarias y los documentos del vachman muerto".

Firmamos todos, escondiendo la carta con los documentos bajo el ala del "Heinkel".

Regresé a la ametralladora, instalada en la cabina del radarista-tirador. Desde allí veía muy lejos, pudiendo observar que alguna gente corría en dirección al avión. Se iban acercando, pero no disparaban. ¿Serían nuestros? No estábamos seguros de ello. Pero, ¿si no nos tirotean, para qué yo mantengo la ametralladora apuntada contra ellos? Levanté el cañón de la ametralladora. Que vean que no somos enemigos.

—       ¡Hoy probaremos nuestro pan! —gritó a voz en cuello Mijaíl Emets.

—       ¡Los gorros son nuestros! —le coreó Sokolov.

—       ¡Y los chalecos de abrigo!

Esperábamos.

De pronto, llegó hasta nuestros oídos:

—       ¡Fascistas, entregaos!

Me asomé hasta la cintura junto a la ametralladora. Los camaradas lo hacían a través del marco de la cabina.

—       ¡No somos fascistas!

—       ¡Somos prisioneros evadidos! ¡Soviéticos! —gritaban al unísono los camaradas.

Pegada al avión surgió una figura con metralleta.

—       ¡Venga, que salga uno a conversar, si es que sois nuestros!

Una voz familiar, un idioma íntimo, personas queridas...

Ellos derritieron en nuestros corazones el hielo de la desesperación. Corrimos a su encuentro. Nuestra facha y nuestra ropa expresaron todo por nosotros. Casi todos nos desplomamos antes de llegar a ellos.

Besábamos la tierra patria, nos abrazábamos, llorábamos y apretábamos nuestras cabezas contra los pechos de los camaradas.

Los combatientes nos levantaron en brazos y nos llevaron.

—       ¿De dónde eres?

—       De Gorki.

—       Venid aquí, muchachos. ¡Un paisano nuestro!

—       ¿Y tú?

—       De Poltava.

—       Paisano, ¿qué hicieron contigo esos canallas?

—       Anuda los brazos al cuello. Te llevaremos así. Caímos directamente en la cocina de campaña, donde el rancho estaba a punto, el pan cortado en porciones...

Y en este momento perdimos el dominio sobre nosotros. El hambre y el agotamiento nos hicieron perder la cabeza. Nos olvidamos de todo y nos abalanzamos a las mesas. Los cocineros y los soldados nos repartían trozos de gallina frita, pan. Cogíamos la carne con las manos sucias, la desgarrábamos como fieras y la metíamos a la boca en trozos enteros.

—       ¡Cesen de comer! ¡Deténganse! —oímos de pronto.

A través de la gente se abría paso una mujer, una médica militar. Se abalanzó a nosotros, y sin la menor compasión, nos arrancó la carne de las manos, ordenando:

—       ¡Suelten! ¡Se van a matar!

Viendo que la médica nos quitaba la carne, grité:

—       ¡No se acerque! —y levanté un muslo de gallina sobre la cabeza.

Una carcajada se extendió por la explanada. Pero yo no dije aquello en broma, sino completamente en serio. No estaba yo para risas, pues ya había sentido el gusto de la comida.

Acudieron presurosas las enfermeras y empezaron a desinfectar y a vendar nuestras heridas. La médica seguía buscando la comida escondida. Profería entre lágrimas:

—       Queridos míos, se morirán, se matarán, si no me obedecen.

Alguien llamó:

—       ¡El aviador, que se presente al jefe!

Me acompañó un oficial. Entramos a una chabola habitable, de las que existen en el frente.

El jefe de la unidad, un comandante joven y bien parecido, con la estrella de Héroe de la Unión Soviética en el pecho, me estuvo observando un minuto sin proferir palabra.

—       Aviador... —dijo, por fin, suspirando.

Le hablé de la isla de Uzedom, de nuestro vuelo, de los camaradas.

El comandante tomó una cantimplora y unos vasos.

—       ¿Beberás? —me preguntó cordial.

—       Beberé —respondí alegre.

Levantamos los vasos y los chocamos.

Di un traguito y el líquido se extendió como fuego por el cuerpo. Quise respirar y no pude. Se oscureció el mundo para mí.

Al cabo de dos o tres días, junto con un grupo de heridos graves, nos evacuaron al hospital en un gran convoy sanitario. El camino era un puro barrizal y muy largo. Nos acompañaba una enfermera.

Abriendo los ojos captaba su mirada alarmada, clavada en mí.

—       ¿Quién de ustedes pilotó el avión? —preguntó, por fin.

—       ¿Quién es el aviador? —repitió la pregunta algún otro.

—       Ese — y señalaron hacia mí.

—       ¡Caramba, eres todo un hombre, pues!.. —se le escapó involuntariamente a la enfermera—. ¿De dónde sacaste fuerzas para poder volar?

Miré su rostro juvenil y tuve en la punta de la lengua la palabra "gracias", que hubiera querido decirle por el reconocimiento de nuestra proeza, pero me faltaron fuerzas para pronunciarla...

 

EPILOGO

Pasaron unas cuantas semanas. El "Heinkel", que tan buen servicio hizo a nuestros valientes, aún estaba tirado en medio del campo en la pegajosa tierra, mientras que siete camaradas de la tripulación de Deviatáiev, después de reponerse con el rancho militar, se disponían a salir ya para el frente. Los recientes sufrimientos despertaron su ansia de venganza, el ansia de una nueva hazaña.

Un día de finales de marzo, a la habitación donde se curaban Deviatáiev, Krivonógov y Emets, entró en alegre tromba toda una escuadra de soldados, con el equipo de campaña. Por sus rostros remozados no se podía conocer de golpe a Sokolov, Kuterguín, Urbanóvich, Serdiukov, Oléinik, Adámov y Némchenko.

Sokolov se cuadró y dio el parte:

—       Camarada jefe de la tripulación, un grupo de partícipes en la evasión, integrado por siete hombres, sale para el frente.

Se adelantó Némchenko, alto y con un ojo vendado, se presentó:

—       Camillero de una compañía de fusileros. A duras penas me tomaron...

Emocionante fue la despedida con aquellos amigos fraternales. Los hombres marchaban al combate. Después de superar lo más difícil y lo más horrible, cada uno de ellos ahora sólo soñaba con la vida y con la victoria.

Pero las balas no preguntaron a quién respetar. Y la suerte fue demasiado cruel para muchos de estos extraordinarios soldados...

Volodia Sokolov, el intrépido, quien puso más que nadie para la evasión, fue el primero que dejó de escribir a Deviatáiev. Herido de muerte al pasar peleando el Oder, el soldado se fue al fondo del río extraño.

Pronto llegó la siguiente noticia: murió también Nikolái Urbanóvich. Sólo cuatro llegaron hasta Berlín, vieron sus ruinas e incendios, oyeron el trueno del castigo sobre la capital de la Alemania fascista.

Pero incluso allí, el destino no se compadeció de los antiguos cautivos. Cayeron en combate Piotr Kuterguín, Dmitri Serdiukov y Vladímir Némchenko. Murieron unos días antes de la victoria...

De Berlín al Extremo Oriente pudo continuar su camino de guerra Iván Oléinik, hijo del Kubán, que se distinguió por su heroísmo en los combates contra los militaristas nipones. Allí le cercenó también su vida una bala japonesa.

De todos los siete, sólo regresó a su hogar de la Gran Guerra Patria Fiódor Adámov. En la aldea Biélaya Kalitva, de la región de Rostov, le recibieron sus hijos, su esposa y todos los koljosianos. Adámov reanudó con ardor su querida profesión de chofer. Regresaron a sus patrias chicas Mijaíl Deviatáiev, Iván Krivonógov y Mijaíl Emets.

Hace algún tiempo se inauguró en la isla de Uzedom un obelisco de granito en honor de la proeza del Héroe de la Unión Soviética Mijaíl Deviatáiev y de sus nueve camaradas. Tocó la música, se pronunciaron discursos sinceros y en el pedestal, con la dedicatoria, se depositaron flores vivas.

En la actualidad, Mijaíl Deviatáiev conduce por el Volga una motonave "Cohete", que también tiene alas, aunque sumergidas. En el puente del capitán, cuando le azota el rostro el viento suave, recuerda a veces los vuelos de combate de aquellos terribles años lejanos.

Vuelos, vuelos, vuelos... Desde el primero hasta el último...

 

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